A meses de realizarse el Censo de Población y Vivienda 2024 llama
la atención la existencia de conflictos limítrofes intermunicipales que con virulencia
inusitada se activan a lo largo y ancho del país. Hasta el Censo 92, esta
conflictividad no se presentaba, salvo algunos casos de limites interdepartamentales
históricamente irresueltos. A partir de 1994, con la vigencia de la Ley de Participación
Popular, no solo detonó la conflictividad intermunicipal sino que constatamos que
más del 80% de las 311 secciones municipales existentes, reconocidas como la
base de los nuevos “municipios”, carecían de límites georreferenciales definidos
y mucho menos demarcados en terreno.
Resulta que la división política administrativa a lo largo de la vida republicana fue creada en base a trámites legales con información imprecisa y unidades territoriales constituidas al calor de necesidades de articulación territorial o intereses localistas más o menos legítimos, lo que explica parcialmente nuestro “ch’enko” territorial.
Dos factores asociados a la Ley de Participación Popular activaron estos entuertos. El primero está relacionado al proceso de descentralización de recursos fiscales, de la llamada “coparticipación municipal” calculados en función del número de habitantes censados en cada municipio. El segundo, no menos relevante, tiene que ver con la integración urbana y rural de cada jurisdicción municipal, hecho que derivó en la introducción de nuevas lógicas de gestión territorial. Cabe recordar que, antes de la ley, las alcaldías eran urbanas y no sumaban más de 30 en todo el país; se circunscribían a ciudades capitales e intermedias.
Esta ley implicó una reforma redistributiva y de descentralización que contribuyó a profundizar la democracia y ampliar la participación de nuevos actores políticos en el territorio. Ello explica que con esa Ley se hiciera visible la heredada caótica organización política administrativa del territorio. La abundancia de limites difusos e imprecisos obligaba a ordenar la casa.
Lamentablemente, en 30 años, el proceso de regularización de los límites ha sido lento, complejo y altamente contencioso, una evidencia de la poca capacidad de administrar conflictos y del predominio de posiciones maximalistas y localistas extremas. En este escenario, no solo se debilita la voluntad de actores políticos y sociales encargados de ponerle punto final a un tema históricamente irresuelto y, lo que es peor, nubla la visión para gestionar estratégicamente el territorio.
Entre los años 2000 y 200l, previa realización del censo, en mi rol de senadora, me tocó tramitar la Ley de Definición de Limites de la Ciudad de El Alto. Fue un conflicto complicado y estridente. Eran tiempos convulsos. Precedida por hechos de violencia entre vecinos, la propuesta de ley del “mapa” de El Alto desató la protesta y movilización de los municipios aledaños (Viacha, Achocalla, Pucarani y Laja) que hacían parte de la mancha urbana y se sentían avasallados. Tras arduas jornadas de concertación, “aproximaciones sucesivas” y acompañamiento del Instituto Geográfico Militar, se consolidó el saneamiento limítrofe “relativamente satisfactorio” de esta importante región metropolitana del país.
Hoy en día los problemas persisten. El bullado conflicto entre los municipios de Colcapirhua y de Tiquipaya en Cochabamba es emblemático. Desde el 2012 el problema no encuentra solución. El perjuicio es para ambas poblaciones. Los argumentos en uno u otro sentido abundan: hay vacíos legales, maniobras, intereses políticos y particulares, indiferencia, etc., que imposibilitan la conciliación, que es la primera vía de solución según la ley. La otra vía es jurisdiccional con intervención de tribunales de justicia, lo que en tiempos de crisis judicial se hace cuesta arriba. Finalmente, pocos se animan a convocar a referéndums como un mecanismo de solución que involucra el voto de ciudadanía en “zonas rojas de conflicto” que abundan en Santa Cruz y otras regiones de acelerado crecimiento.
En este contexto la normativa es insuficiente, lo que falta es liderazgo y determinación para enfrentar problemas de difícil solución y políticamente “poco rentables”; al menos así los definían políticos y exsenadores que 2001 me advertían sobre lo impopular e ingrato que resultaba abordar estos temas. Pese a todo, el mapa de El Alto se definió con mucho menos superficie que la ambiciosa propuesta inicial de José Luis Paredes, entonces su alcalde; con el aporte de senadores, incluidos los de Conciencia De Patria (Codepa), se aprobó la norma.
¿Será que dentro de 10 años el censo nos encuentre en las mismas? ¿Con mapas imprecisos y minados de conflictos postergados por autoridades, pero sentidos cotidianamente por los vecinos a la par que loteadores, oportunistas, precandidatos y otros vivos que ganan en “territorios revueltos”?