Las instituciones estatales más solidas se desmoronan cuando no existen los
límites que aseguren su autonomía e independencia y quedan expuesta a un
manoseo que termina por socavar sus fundamentos.
Hace tiempo que la Defensoría del Pueblo no cumple con su rol constitucional. Fue concebida para ser independiente, pero privilegia la defensa del gobierno antes que la de los ciudadanos. Cuando fue solicitada su intervención para precautelar derechos vulnerados, ignoró sus responsabilidades. En los hechos, no hay quien defienda a los bolivianos de los abusos de las instituciones públicas.
En su todavía corta historia de vigencia, esta institución solo ha tenido tres responsables que cumplieron a cabalidad su tarea: Ana María Romero de Campero, Waldo Albarracín y Rolando Villena. En diferentes épocas y bajo gobiernos distintos, los tres mantuvieron la distancia necesaria respecto de los poderes públicos y la cercanía indispensable con las causas ciudadanas.
Romero visibilizó las demandas de comunidades discriminadas, como la LGBTI, las trabajadoras sexuales y las personas con discapacidad, Albarracín aportó su experiencia en el campo de la defensa de los derechos humanos y a Villena le toco enfrentar la soberbia y el autoritarismo del gobierno de Evo Morales.
Romero fue la primera Defensora del Pueblo. Fue elegida por dos tercios de votos del Congreso en 1998, durante el gobierno democrático del expresidente, Hugo Banzer Suárez. Suena paradójico, pero la periodista que en tiempos de la dictadura ofreció tenaz resistencia crítica a los atropellos del denominado “banzerismo” recibió el respaldo incondicional de la bancada del partido de su viejo adversario.
La gestión de Ana María – la familiaridad del nombre se impuso siempre a la formalidad del apellido – fue determinante para precisar el perfil de una institución naciente y ajustarla a sus objetivos de manera tal que pudiera convertirse en un nuevo “poder” con la capacidad de interpelar y evaluar el desempeño de los otros poderes con relación a los derechos de los ciudadanos.
En el juego democrático de los equilibrios, bajo la conducción de la prestigiosa periodista la defensoría irrumpió con claridad y firmeza, al extremo que en su momento de apogeo institucional resultó tan intimidante que, en su segundo gobierno – 2002-2003 –, Gonzalo Sánchez de Lozada manipuló el desenlace de la sesión congresal convocada para elegir o reelegir un nuevo defensor(a), únicamente con el propósito de cerrar el paso a Romero. Fue el primero de los traspiés de una gestión que terminó arrodillada y después en fuga (una situación parecida a la que viviría Evo Morales 16 años después y por razones parecidas: la resistencia a aceptar que a veces la realidad no se acomoda a los deseos de los líderes).
Antes de aprender qué era realmente y de producirse una irreversible apropiación social, la ciudadanía observó de lejos cómo la defensoría del pueblo cayó en una suerte de vacío, del que se repuso temporal y frágilmente en los tiempos turbulentos y a veces heroicos del también desaparecido Rolando Villena.
La vigencia de las instituciones democráticas está condicionada por cuán respetuosos son los gobiernos de su autonomía e independencia. Tal vez son las personas las que en principio contribuyen a consolidarlas – Ana María Romero de Campero así lo hizo -, pero su fortalecimiento no depende del compromiso de alguien, sino de la estructura de un estado de derecho en el que se respetan sin cuestionar las diferencias de criterio y se valora el peso de la mirada externa que construye la frontera entre poderes.
Cuando esas fronteras se hacen difusas o se actúa con deliberación para que no sean estorbo democrático para el autoritarismo, entonces surgen largos interinatos como el de Nadia Cruz, una funcionaria al servicio de una agenda de gobierno, más interesada en atender las necesidades de una parte que en ejercer la defensa del todo.
La dificultad para elegir a la persona que asumirá oficial y no interinamente la defensoría por los próximos cinco años no radica solo en el desacuerdo entre partidos, sino en un proceso viciado.
Pese a que los profesionales finalistas merecen respeto y consideración, está claro que la política ha ensuciado a tal grado ésta y anteriores elecciones que son pocos los postulantes de trayectoria que se arriesgan a proponer sus nombres, porque prefieren no ser sometidos a evaluaciones donde la capacidad y la experiencia son atributos ignorados. En ese contexto no se elige necesariamente al mejor.
La peligrosa deriva institucional en Bolivia tiene que ver precisamente con la apatía inducida por un sistema que no privilegia el mérito de los postulantes a cargos cuya designación depende de una mayoría oficialista en la Asamblea que valora exclusivamente la obediencia y la alineación con el interés oficial.
Cuando una entidad como el Defensor del Pueblo se convierte en un apéndice o instrumento gubernamental pierde por completo su sentido constitucional y, en el fondo, se hace irrelevante el nombre de la persona que tome a su cargo la conducción. Se trata en realidad de una penosa delegación oficial responsable de discriminar denuncias en función del daño potencial que pueden tener para alguna de las dependencias del órgano ejecutivo o del efecto que puedan producir para el interés de un eventual adversario.
Por ahora el ruido informativo sobre la elección de la nueva autoridad a lo sumo evidencia los síntomas de la descomposición que afecta por igual a la mayoría de las instituciones en Bolivia.
De las reformas impulsadas hace casi tres décadas para construir el armazón de un auténtico estado de derecho solo quedan los “planos” y el eco de las buenas intenciones que alguna vez animaron los discursos. Son las ruinas de la democracia, vestigios de lo que pudo ser y no fue.
Hernán Terrazas es periodista