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13/06/2019
H Parlante

Roque, verso o fusil

Rafael Archondo Q.
Rafael Archondo Q.

Roque Antonio Dalton García nació en San Salvador, el 14 de mayo de 1935.  Sus padres se enamoraron fugazmente en un hospital, cuando él, un norteamericano herido de bala, y ella, la enfermera local, unieron sus cuerpos con efímera ansiedad. Winnal, el gringo, regresó con los suyos a Arizona, olvidando aquel amorío bajo mandil blanco, y ella, María, se quedó con esa parcialidad genética binacional, Roquito, el muchacho flaco, narigón y reidor. 

 El chico usó el apellido García hasta sus 17 años. Al terminar la secundaria, sus amigos localizaron al progenitor distante hasta contarle que su hijo tenía “talento”.  El descubierto aceptó entonces enviar un cheque discreto a aquel joven abandonado en Centro América, el que ya para entonces aceptó portar su apellido. El dinero fue bueno para que Roque fuera a estudiar a Santiago de Chile. Allí siguió cursos de abogacía, aunque la literatura ya dominaba sus impulsos diarios. 

En la capital chilena, Roque Dalton entrevistó al muralista mexicano Diego Rivera. Éste le preguntó qué ideas políticas profesaba, él confesó su adhesión al social-cristianismo. Con el mohín arrogante de la Guerra Fría, Rivera le adelantó que cuando leyera a Marx dejaría de ser “un imbécil”.  A su regreso a El Salvador, nuestro poeta tomó contacto con los camaradas del PCS, la rama local del poder soviético. De allí sólo saldría a duras penas. 

Sus piernas lo movieron rumbo a La Habana, Praga, México y Moscú, sus poemas, también. Sin embargo, su honda conversión al ideario leninista no le quitó el humor irreverente ni le restó potencia para pensar con libertad irrestricta en aquel 1968 de las flores y los adoquines.

El día en que los tanques soviéticos aplastaron la Primavera de Praga, se quedó esperando a que Fidel Castro saliera a criticar la invasión. Nada. El día en que la cúpula comunista caribeña empezó a hostilizar a su amigo, el poeta cubano Heberto Padilla, proclamando que la poesía debía ser puesta al servicio de la propaganda, se alistó para renunciar al PCS. Al poeta nicaragüense Ernesto Cardenal le confesó que él había entrado a dicho partido “para no dejárselo solo a los cabrones”. 

Como cientos de hombres de su tiempo, Roque recibió instrucción militar en Cuba. Los que lo vieron con un fusil al hombro notaron su ineptitud para matar, pero no hay amigo que haya olvidado que en las fiestas era un especialista para bailar mambo y montar historias contadas para reír acerca de todo lo que se moviera. Roque probó que para ponerse al servicio de una causa mayor no hacía falta reprimir carcajadas. Julio Cortázar, uno de los admiradores más entusiastas de sus libros, dijo que a pesar de estar bordeando los 40, Roque parecía de 19 años.  

Flaco como era, tras ser interrogado por un agente de la CIA, Roque se coló por las grietas de la cárcel de Cojutepeque. Un temblor y unas obras vecinas le habían entreabierto la salida. Tras caminar toda la noche, logró subirse, cubierto de harapos, a un autobús que lo dejó en Guatemala. 

Roque regresó a su país en la Navidad de 1973. Los mismos cirujanos que le habían cambiado la cara al Che Guevara, le dieron a él una nueva fisonomía para enrolarse al recién fundado Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Cuba puso el dinero y los fusiles. Ni bien llegado, Roque se topó con guerrilleros jóvenes que se burlaban de sus modales de poeta. Traía la fuerza del aparato caribeño, pero también la finura de un literato sofisticado y aún bastante familiarizado con la Biblia de sus primeros años. 

“Pequeño burgués pensante” fue la presentencia del ERP. Su credo era persuadir con palabras, esas que él digitaba con solvencia. Para los otros, Roque era un revisionista, un diletante embaucador y marrullero. Aquella su fuga por la grieta empezó a ser reinterpretada como fruto de un sigiloso acuerdo con la CIA para que Roque se pusiera como su informante. Calumnia, como todos reconocen ahora. El 13 de abril de 1975, el poeta es arrestado por sus propios compañeros y sometido a un juicio interno de donde emana la pena de muerte. 

Su cadáver terminó arrojado en medio de restos volcánicos, las aves de rapiña se habrían encargado de desaparecerlos. Ahí debe seguir pulverizado e insepulto desde aquel 10 de mayo, a cuatro días de su cumpleaños número 40. 

¿Acaso no fue Roque Dalton un verdadero mártir de la liberación?, ¿un adelantado que  dejó de creer a tiempo en la guerra como única vía hacia la justicia social?, ¿uno de tantos pioneros que advirtieron que las balas no llevan a mejorar la vida de nadie excepto la de los gatilleros?

Rafael Archondo es periodista.
 



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