La
palabra purga me trae recuerdos de ciertos días de mi infancia, cuando la sopa tenía
un sabor raro que me obligaba luego a visitar el excusado con más frecuencia
que la acostumbrada. En efecto, la medicina ancestral y popular sabía que la
purga es un remedio santo para limpiar el intestino y restablecer el equilibrio
en el organismo.
Gracias al catecismo conocí la existencia del purgatorio, una condición del alma según la filosofía medioeval y un fuego interior según Benedicto XVI antes que un lugar del espacio. Desde entonces no pude disociar su imagen de la visión de almas corriendo hacia retretes donde descargar la mugre de sus pecados.
Ya joven, descubrí que “purga” en la jerga política es una metáfora para describir la exoneración de un cargo público, la inhabilitación, la prisión, el exilio e incluso la ejecución de los adversarios políticos de un régimen totalitario de cualquier signo, bajo el concepto que los opositores a esos regímenes son una escoria que no merece vivir en su sociedad o en el mundo, de modo que el organismo infectado debe expulsarla. Para ese fin, el purgante suele ser la policía, la justicia o la siquiatría.
Hasta en Atenas, la cuna de la democracia, se conocía la purga con el nombre de “ostracismo”, o expulsión de la ciudad de los enemigos de la salud pública, censurados por la asamblea del pueblo mediante piezas de terracota (“ostracón”) donde se grababa sus nombres.
La historia reciente está plagada de purgas políticas, desde laxantes suaves, que no van más allá de la exoneración e inhabilitación del cargo (o sea, como diría nuestro democrático Presidente, “sacando a los pititas de la administración pública”); pasando por purgantes moderados (como lo ocurrido en la España de la posguerra civil o en los EEUU con el macartismo); y llegando a purgas letales, verdaderos holocaustos, como cuando el Terror de M. Robespierre (1793), las purgas de Stalin (1939), la revolución cultural maoísta (en los años 60) y la sangrienta venganza de los Jemeres Rojos en Camboya (en los 70).
Los fascistas de Mussolini tomaron lo de purgar a la letra: solían obligar a sus opositores a engullir en un lugar público una buena dosis de aceite de ricino con las consecuencias obvias sobre su integridad física y dignidad humana.
También en Bolivia un expresidente ha decretado una purga de disidentes en las filas del partido que dirige a su antojo. Descarto que se trate de una purga mussoliniana por razones prácticas (y no porque no exista afinidad ideológica y empírica). Aun así, el término usado es infeliz, como ha hecho notar el acucioso vocero presidencial, porque trae a la memoria los vergonzosos ejemplos históricos mencionados.
Ahora bien, una purga es la respuesta a un malestar del cuerpo (social y político, en nuestro caso) que tiene que ser expulsado para recobrar la salud. Por eso me atrevo a dar un par de consejos a los purificadores, para que realmente se logre la sanación y el remedio no resulte peor que la enfermedad.
El primer consejo es dosificar bien el purgante, a no ser que le pase lo mismo que al enfermo que tomó uno fuerte con la garantía del boticario de que le alcanzaría para llegar a su casa, a seis cuadras de distancia. “¡Era para cuatro cuadras, infeliz!”, le increpó furibundo el día siguiente. De hecho, Rusia casi pierde la guerra con los nazis por quedarse sin generales, a raíz de la “Bolshaya Chistka” (Gran Purga) de Stalin.
La segunda exhortación es previsora: si quieres conocer los efectos benéficos y dañinos de la purga, ¡aplícala antes a tu cuerpo! ¿Alguien duda de que, glosando el evangelio, el purgador de marras necesita purgarse él mismo de lo que sale de su boca, antes de lo que le entra?