Va
un conductor joven manejando su automóvil cuando un policía de Tránsito lo
detiene para “hacerle saber” que sobre él pesa una acumulación de multas por
dos infracciones, “una leve y una grave”. El conductor -con la seguridad que le
brinda un carácter disciplinado y prudente- responde que debe tratarse de un
error, pues nunca lo han sancionado. El policía, que hasta entonces ya perdió
la paciencia y se llenó de un aire poderoso, le muestra el registro de ambas
contravenciones: conducción con exceso de velocidad y huida de las manos del
oficial que ingenuamente intentó hacerle conocer la primera falta. El conductor
recuerda haberle prestado el auto a su padre. De modo que pide la papeleta solo
para verificar que el nombre del infractor corresponde al de su sexagenario
progenitor, a quien llama inmediatamente sin esperanza de que conteste. Nunca
contesta. Cuando no está en el quirófano operando, está en una heladería
consumiendo tanta azúcar como no le está permitido. Y prefiere no recibir
reprimendas de ninguno de sus hijos.
Más suerte tiene la hija mayor de un amigo que está por llegar a los setenta. Pese a las repetidas llamadas, él siempre responde el celular. Ella marca primero para preguntar cómo está, luego para confirmar si quiere que lo recoja, después para recordarle que su cita con el otorrino es el martes siguiente. Y así, ese padre sabe que lo mejor para los dos es ceder y no mostrar hastío. Y es que sobreprotección con sobreprotección se paga.
No todos los padres son obedientes. Pero los hijos actuales, de padres crecidos bajo la influencia de Mayo del 68 la tenemos más difícil. “Educados” bajo consignas rupturistas, ellos no nos exigieron. Así que por un asunto de reciprocidad, no parecemos estar habilitados para exigirles. Si han sido libres por tanto tiempo bajo el lema “Vive y deja vivir”, quiénes somos nosotros para imponerles nada ahora o ejercer un control parental que, bajo un artificio, pudiera tratarse de una educación tardía no solicitada. Me retumba en la cabeza el “estoy muy viejo para que me obligues a vacunarme” de mi papá, ante mis insistentes alertas a la distancia (vive en Chile) sobre el avance del Covid19 en la región. Y mi mamá no quiso avisarme que había zafado -una noche antes- de caer en el Distrito Policial 4 luego de dar positivo en el test de alcoholemia cuando llevaba a su amiga a casa.
Venidos de una generación alimentada por el movimiento hippie, esos padres de ahora participaron en revueltas contra autoritarismos conservadores. Así, nos dejaron a sus hijos sin causas de rebeldía. No tuvimos estrictos mandatos que desobedecer ni tradiciones que interrumpir. Y como no existían suficientes reglas, solo quedaba la autorregulación. Ya no tenía sentido fumar marihuana en el patio de la casa ni abandonar la universidad por alguna causa revolucionaria. No teníamos autoridad a quien desafiar. Desde pequeños entendimos nuestro deber de ocuparnos de nosotros y en un futuro también de ellos, con un extra de (molesta) dedicación.
Puedo sospechar lo irritante que resulta tanta concentración de atención en los padres por parte de los hijos (quizás este texto sea una carta de disculpa velada), solo que ese instinto paternal no solo baja, también sube cuando la naturaleza lo manda. De modo que ahí estaremos los padres de nuestros padres ejerciendo esa condición con menor o mayor severidad, según ellos sean más o menos dóciles y acepten, en mayor o menor medida, que seguiremos marcando su teléfono sin importar si están tomando un whisky con amigos, manejando nuestro carro o escuchando el noticiero en su dormitorio, para preguntar/vigilar cómo están, las veces que la ilegítima potestad del amor filial lo requiera.
Daniela Murialdo es abogada y escritora