Me encanta la Coca-Cola, esa “agua negra del imperialismo”
como la llama mi padre, cuya dignidad no ha traspasado la Guerra Fría. Pero no
hablaré de política. Mi confesión viene a cuento porque aparte de gustarme el
sabor de ese venenoso refresco, agradezco a sus productores la creación –en una
especie de remake del original turco–, de ese Papá Noel regordete y bonachón
que llena las pantallas de rojo y música conmovedora alrededor de la familia y
los amigos.
Cuando era muy pequeña la Noche Buena llegaba a mí rodeada de felicidad, pero también de temores. El principal era que al no ver nadie a Santa Claus irrumpir en la casa, se generaba la duda razonable de que se robara nuestras cosas. Siempre he tenido tendencia a la preocupación desmesurada.
De ahí que, aunque tengo la presión baja, ya a mediados de noviembre empiezo a hiperventilar, mis manos comienzan a sudar y me vienen todo tipo de pensamientos no deseados. Es que vivo estas fechas con algo más de complejidad que el resto.
Nací con el sentido femenino del shopping completamente atrofiado. De modo que las compras suponen para mí algo así como cumplir uno de los Doce Trabajos de Hércules (otro de esos trabajos es envolver los obsequios. Entiendo la impotencia de ese héroe griego al pelear con la Hidra, a la que le salían dos cabezas, por cada una que le amputaba. A mí siempre me aparece más papel del necesario y la cinta adhesiva se me pega donde no debe).
En fin, lo sé, la Navidad es para entregar amor y agradecer a Dios, a la vida, a un yogi famoso o a algún influencer lo que tenemos y no debería yo auspiciar la flema consumista, pero hay personas a las que me gusta regalarles cosas.
Con mi esposo tenemos un pacto tácito, que más que responder a la bonhomía, es un reflejo de nuestra flojera mutua de andar recorriendo las ferias de estos días, por muy monas que sean. De modo que nuestro abrazo y beso navideños traen consigo el amor y el agradecimiento recíproco de conocernos bien y de no esperar regalos.
Entre los sentimientos que se me aparecen en estas fechas está la envidia. Imagino cuán tranquilas son estas festividades para los solteros que son hijos de padres que no están separados. Porque claro, cuando uno está casado y encima, como yo, tiene papás divorciados y en distintas latitudes, debe perseverar en el uso de la calculadora científica: sumar las familias a las que pertenece (los padres y los abuelos se reproducen), multiplicarlas por los días de festejo (Noche Buena, Navidad, Reyes…), dividir en partes iguales la asistencia y rezarle al Niño en la Misa de Gallo para que no haya resentimientos.
De las transacciones más significativas que uno debe hacer en pareja está el abandono del pavo por la picana y viceversa. No es una cesión menor. Con ello, se renuncia a alguna tradición. A un dogma. A la infancia. Pero si se logra un buen trato, el perdidoso de la noche puede comer su plato al día siguiente y, lo más probable, los siguientes tres o cuatro días en las más variadas y creativas formas.
Crecientemente pienso que uno hace la Navidad de los demás y a la inversa. Porque a pesar del toque material, que puede acompañarse con una alerta a los más chicos, de su posible nocividad, la Navidad puede sacudir al alma. En esta época empezamos a fijarnos en los otros. Nos damos cuenta de los pies descalzos de los limosneros, de la escasez de comida en los asilos y del frío que hace en las noches. Y es una buena época para repasar la angustia de no poder estar más tiempo con los nuestros.
Eso sí, no todo es piadoso. De hecho, los que intentamos una moral cristiana nos abalanzamos a Google cada fin de año, anotamos en el teclado “siete pecados capitales”, cerramos los ojos y rogamos para que ahora sí, el Código Canónico haya sido reformado, luego de un referéndum, y se haya por fin eliminado la gula como uno de esos siete vicios. Pero nada, nunca sucede. Ahí vamos la mayoría, ejerciendo el pecado mañana, tarde y noche. Almuerzos de oficina, té con intercambio de regalos, ensayo general de la preparación de la picana de la tía…
A todo eso, los mexicanos le sumamos todavía las Posadas Navideñas. Ésas en las que se comen tamales de mole, tamales verdes, tamales dulces, churros y cacahuates, acompañados de un buen ponche.
Por cierto, me he quedado pensando si este año en nuestra posada navideña en la Embajada de México participarán sus invitados especiales. Esos que de regalo de Navidad esperan un salvoconducto. La verdad no me los imagino pegándole a la piñata y cantando villancicos. Me parece que están acostumbrados a otro tipo de esparcimientos menos inofensivos.
Pero volviendo a ese Viejo Pascuero de los anuncios, que le ha dado a la Navidad una cara menos melancólica, aunque también menos caritativa que la del obispo Nicolás de Myra, en estos tiempos de tanto escepticismo es notable tener un personaje que envía mensajes de buena convivencia, de cercanía con el prójimo, de reconocimiento del amor propio y del que los demás nos entregan.
Chesterton decía que “la Navidad no encaja en absoluto con el mundo moderno, pues se trata de una fiesta que presupone la posibilidad de que las familias estén reunidas, e incluso de que los hombres y las mujeres que se casaron voluntariamente sigan hablándose”. Y, aun así, para corregir esta modernidad dispersa y fría, brindemos por esa cita que recuerda las mejores emociones nuestras. ¡Feliz Navidad!
Daniela Murialdo es abogada.