La historia reciente de nuestro país es un desfile de frustraciones y el eterno retorno a la tristeza al constatar que en el jardín nacional ningún árbol de corpulencia recia y follaje amplio puede desarrollarse. El paso del tiempo los consume todos desde su raíz. En la lontananza aparece una imagen fija clavada en nuestra pupila ajada: la sucesión de templos desvencijados.
En esta coyuntura en particular, nada nos insufla aliento ni optimismo: ni la economía (la crisis galopa como un caballo desbocado), ni la política (los políticos están determinados a ocasionarnos un paro cardiaco fulminante), ni siquiera el fútbol (ese arco donde entran todos los goles de la desilusión). Todo parece orillarnos a fermentar un pensamiento ácido. ¿Todo? Bueno, casi.
En Sucre, como una de las actividades de celebración del Bicentenario, este pasado sábado 24 se llevó adelante la Noche en Blanco, organizada por la Dirección del Bicentenario de la Gobernación. ¿En qué consiste? En una multiplicidad de eventos culturales diseminados por todo el casco histórico de la ciudad en horas de la noche. Algo así como poner varias perlas a lucir de cara al cielo y para solaz de los habitantes.
Lo que quiero decir y decirlo de manera enfática es que no se trata de un evento más. Cuento mi recorrido de esa noche espléndida: en el hall de la Corte Suprema de Justicia, abierto de manera especial, tuvimos un concierto de guitarra interpretado magistralmente por Piraí Vaca. El escenario majestuoso y el guitarrista eximio, ambos, un motivo de orgullo boliviano.
Luego, iniciando a la sombra de los arcos del triunfo del parque Bolívar, la danza etérea del cuerpo de baile de Amparo Silva, acompañado por la orquesta dirigida magistralmente por Álvaro Monroy. Otro motivo para vibrar de orgullo boliviano.
Minutos después, una batucada con distintos personajes vestidos de blanco en zancos llevándonos por las calles de Sucre al compás de su algarabía estilizada. Otro motivo para estremecerse de orgullo boliviano.
En el camino, una parada en las escalinatas del Teatro Gran Mariscal para apreciar una obra de dramática interpretada por el Teatro de los Andes. Más orgullo boliviano.
Y, una vez que la caravana —a la que se suman las personas espontáneamente, deseosas de arder en este fuego colectivo— llega a la Plaza 25 de Mayo, gozamos de la marcialidad de la banda de un centenar de estudiantes del colegio Alemán de La Paz. En el corazón de todos late justificado orgullo boliviano.
Finalmente, en el frontis de la Gobernación, una joya monumental de arquitectura y belleza, un concierto interpretado por la banda del Ejército, acompañada por un sinfín de danzantes que bailan las cuecas y danzas de cada uno de nuestros departamentos (y muchas otras actividades que de las 56 desarrolladas, por el tiempo, no alcancé a ver). ¿Orgullo? Sí, y cuantioso.
Mientras sentimos que nuestros dioses van a la deriva, constatamos que la cultura bien llevada, con gusto y logrado donaire, nos congrega. Y en esta coyuntura aciaga, donde las fuerzas centrífugas parecen desatadas, la cultura nos introduce en una atmósfera de fraternidad y genuino orgullo boliviano.
Pensamos que el país necesita de la política, de la economía; pero en Sucre vimos con los ojos bien abiertos, que solo la cultura nos puede dar nuevamente la esperanza, el himno de regocijo y la determinación para lograr apuntalar un Buenpaís, y repicar nuevamente las campanas por la libertad que logramos conquistar y por el futuro que nos merecemos forjar.
Esta es nuestra verdad y vale más que ninguna otra.