Fue en 1992. Era su primer encuentro con la prensa inmediatamente después de haber sido detenido y acusado por terrorismo. La voz de Amalia Pando sobresalía entre las de varios periodistas preguntándole insistentemente porqué ponía bombas y sembraba terror. Felipe Quipe, el “Mallku,” finalmente la mira a los ojos y le espeta de frente y sin remilgos “porque no quiero que mi hija sea su empleada.”
La frase tuvo mucho impacto y empezó a posicionar la figura contestataria de Felipe Quispe. Estaba claro que aquí había un indio que se entendía como tal, hablaba de frente y estaba dispuesto a todo para imponer su ideología y lo que él entendía como justo. La frase fue citada repetidamente y se convirtió en un referente en el análisis social sobre el racismo, el clasismo, el antagonismo indio-k’ara y las desigualdades económicas.
La declaración de Felipe Quispe cala por dos motivos. Primero, porque, como él, ningún padre quiere que su hija sea empleada doméstica. Trabajo es trabajo y por lo tanto es digno, pero definitivamente no es la primera aspiración con la que las criamos. Segundo, porque la gran mayoría de las empleadas domésticas en el país son efectivamente de origen indígena, rural o campesino. Esta observación apela a nuestras emociones y sugiere que existe una regla no escrita que prohíbe a las mujeres de estos orígenes ejercer otros oficios. Parecería entonces que la única decisión que tiene que hacer una mujer que llega del campo a la ciudad es si trabaja cama adentro o cama afuera.
Pero a pesar del impacto y las simpatías que la frase generó, Felipe Quispe estaba profundamente equivocado. Aunque el trabajo de empleada doméstica diste de ser ideal, este oficio se ha convertido en una fuente de ingreso, estabilidad y superación para miles de mujeres indígenas que llegan a la ciudad. De acuerdo al INE, en el 2012 habían alrededor de 70.000 empleadas domésticas en el país. Para el 2017, este número llegaba casi a 80.000. Esto representa aproximadamente un 2% de la población económicamente activa cada año. Sin esta oportunidad de trabajo tendríamos a miles de mujeres y a sus familias viviendo en extrema pobreza.
De acuerdo al INE, un 49% de las empleadas domésticas empiezan a trabajar en casas en la ciudad antes de los 15 años. Un 44% lo hace entre los 16 y 25 años. ¿Se preguntó Felipe Quispe en algún momento por qué llegaban tantas niñas y mujeres a la ciudad a trabajar como empleadas domésticas? ¿Estaba acaso convencido de que todas ellas migraban a la ciudad forzadas o engañadas por alguna siniestra trata de personas? No descarto que actividades criminales como esas existan, pero la gran mayoría de estas mujeres llegan voluntariamente atraídas por lo que escuchan de familiares y amigas que han hecho el recorrido anteriormente.
La posibilidad de ganar un ingreso y enviar parte de él a su familia, de estudiar si se pudiera en las noches, o de desarrollar una red social que le permita insertarse en la actividad comercial, hacen de este trabajo una importante oportunidad de progreso para mucha gente. Pero los beneficios van más allá de lo económico. Informes de las propias asociaciones o sindicatos de empleadas domésticas en el país dan cuenta de que muchas de estas niñas y mujeres llegan a la ciudad huyendo de violencia intrafamiliar en las áreas rurales, matrimonios forzados o pobreza extrema.
Digamos otra vez que el trabajo de empleada doméstica está lejos de ser ideal. Existen muchos casos de abuso, discriminación e injusticias en la relación patrón-empleada que deben superarse. Pero es también importante entender que este trabajo les ha dado a miles de mujeres la oportunidad de escapar de la pobreza y ser un trampolín de movilidad social. El error de Felipe Quispe y de muchos cientistas sociales es olvidarse del costo de oportunidad. Aunque ser empleada doméstica no es la primera elección, es, para miles de mujeres, mejor que la alternativa. Y entre paréntesis, mire lo que son las ironías históricas. Diez años más tarde de acuñar la famosa frase, Felipe Quispe le armó un golpe de Estado a Gonzalo Sánchez de Lozada, que fue el presidente que promulgó la primera ley para mejorar las condiciones de las empleadas domésticas incluyendo la provisión de un seguro de salud (Ley 2450).
Si Felipe Quispe se hubiera salido con la suya y a punta de bombas hubiera eliminado todos los trabajos de empleadas domésticas para que ninguna de sus hijas tuviera que hacerlo, simplemente hubiera conseguido aumentar el tamaño de la pobreza y dejar a muchas mujeres en el área rural sin vía de escape. Todos queremos que nuestras hijas logren ocupaciones cada vez mejores y que sean tratadas dignamente, pero eso no se logra dinamitando los pocos trabajos que hay sino haciendo reformas institucionales que permitan la creación de más empresas que a su vez incrementen la demanda por trabajadores y sus oportunidades.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia).