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La educación es una de las tareas más nobles de la humanidad, precisamente porque la refuerza y la ayuda a construirla como humanidad pensante. La educación nos permite salir de la comarca de la ignorancia más absoluta, donde nacimos, a colonizar de manera creciente y variada el universo vasto e infinito del conocimiento (Te asumes humano cuando dejas atrás el asombro y la perplejidad, que te hinca en la angustia metafísica, para avanzar hacia las preguntas y las jubilosas respuestas, que te yerguen y te habilitan para la vida examinada y debidamente encaminada). Dos vastedades la circundan: la del desconocimiento, en un inicio, sobre casi todo, y la del conocimiento, en adelante, de casi todo, y son cada vez nuevas capas las que se agregan a esa cebolla de mil telas. La educación nos despierta a la maravilla del entendimiento a partir de irnos preparando de manera paulatina a otra maravilla portentosa: el ejercicio de la razón. Y la educación es precisamente el nido desde donde alza vuelo.

Manfredo Kempff Suárez (MKS), en su columna “Coitus Interruptus” (Los Tiempos, 30/03/2023) se detiene a reflexionar sobre este momento aciago que le toca vivir a nuestra educación. Levanta la voz y las cejas sobre la nueva malla curricular, sobre todo, cuando evalúa los nuevos contenidos referidos a la historia y la sexología, que tendrán en sus textos escolares y en sus pizarras los niños.

Es válida la preocupación de MKS, compartida por muchísimos otras personas. Unas que despotrican y otras que no salen del asombro. No me detendré sin embargo en los contenidos, sino en el procedimiento que ha seguido hasta aquí el Ministerio de Educación. Recordemos que la máxima instancia y el supuesto faro en la materia les pretende imponer a los maestros una nueva currícula educativa. Pregunto: ¿Se puede imponer algo en la educación? ¿A nombre del conocimiento, que incita inclusive a dudar de sus propias certezas, se puede obligar a asumir tal o cual cosa? Irracionalidad. Lo que cabía era abrir un gran momento de deliberación pública para que, uno de los asuntos más públicos de todos, la educación de nuestros hijos, que se quiere reformar y poner a la altura de los tiempos, sea tratada por todos democráticamente (¿Esos contenidos serán los que nos colocarán en los primeros puestos del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos – PISA? ¿No deberían ser nuestra instituciones públicas las que expresen el interés público?). Y que sea la deliberación y el debate, como el buen Sócrates aconsejaba, las instancias que saquen a la luz las distintas contradicciones sobre el tema y activen nuestro “sentido métrico”, que nos diga qué argumentos tienen patas cortas y cuáles patas larga. Nada de eso se hizo; entonces los maestros en protesta salieron a las calles. ¿Cómo se puede educar sin los educadores no están convencidos de lo que impartirán?  ¿Puede un ejército partir a la guerra si los soldados se niegan a dar un paso al frente? Irracionalidad.

El problema posiblemente radica en que nuestras máximas autoridades educativas tienen precisamente que atreverse a pensar y no a dictaminar, a entender y salir de su pretensión de adoctrinamiento. Y a oxigenar la razón educativa al influjo de todas las cabezas y las corrientes de opinión, porque es así que levantaremos vuelo, salvo que se desee, no que el conocimiento emancipe a las nuevas generaciones, sino que las hinque ante una voz imperativa. Vivir colectivamente con arreglo a la razón, no es sólo juicioso, también es moralmente válido.



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