Nunca imaginé escribir un texto, ni siquiera un párrafo, dirigido a
Diego Armando Maradona. Pese a que viví el Mundial del 86 a pocos kilómetros
del estadio Azteca y casi escuché por las ventanas de mi departamento el gol
que pasó a la historia como “La mano de Dios”. A propósito, pienso que de haber
lanzado ese tiro en un país nórdico (de esos que no conocen la divertida afición
por saltarse las normas), ese gol no habría valido; y que el argentino tuvo
suerte de contrabandear unos puntos para su selección en un país como México,
en el que los ciudadanos bromeábamos con que el presidente pagaba unos cuantos
pesitos cada año a Transparencia Internacional para evitar el primer lugar en
el ranking de países corruptos...
Pero no hablaré de aquel dudoso lanzamiento que tanto emocionó. Y no me concentraré tampoco en el lado sórdido del descollante jugador, que de eso ya se han ocupado muchos (aunque dé para varios tomos). Es solo que a raíz de la muerte del astro -para no salir de los tópicos-, volví sobre mis sospechas, casi todas fundadas, de lo tornadiza de una parte del feminismo actual, que poco tiene que ver con el de Virginia Woolf.
Esa “versatilidad” responde cabalmente a esta era de las emociones. Como casi todo, ese feminismo se mueve por amores y desamores (ideológicos), y a partir de ahí discurre pacíficamente sobre aguas que le son afines o actúa como lava caliente en espacios disidentes, que son aquellos en los que es implacable en la imposición de su Ética. Como hiciera Martín Lutero con más fondo, los líderes momentáneos de esa rama del feminismo nos van plantando en nuestras puertas sus tesis, para que nos vaya quedando claro que estamos del lado equivocado.
Pero estos maestros, poco compasivos con los aprendices, no perdonan que no aprehendamos sus códigos a la primera. Y es que no la tenemos fácil. Sus máximas, al no ser categóricas ni universales, sino casuísticas, nos obligan a adivinar, en cada caso y con cada macho, cuáles son los criterios de condena o absolución. No calibramos que antes de juzgar cualquier maltrato por parte de un hombre a una mujer, debemos pensar si ese hombre es, por ejemplo, un soldado de la revolución; y si, además, lleva tatuado al Che Guevara (machista declarado que llamaba enfermas a las lesbianas. Aunque esto, van a disculpar, resulte poco relevante).
Mas con el tiempo, y gracias a mi empeño por entender a ese trozo del movimiento, me llegó la iluminación y con ella, la comprensión de su moral. De ahí que en los días pasados no me sorprendiera no ver manifestaciones (desafiando el coronavirus) de mujeres con pañuelos morados gritando “¡Maradona cerdo violador!” mientras aprovechaban a hacer uno que otro destrozo “sin importancia”. Y de no encontrar en los medios del país vecino a la legisladora oficialista (esa a la que envidiosos critican porque despierta a las tres de la tarde. Como si restara todavía algún asunto boliviano que tratar en el Congreso argentino) Ofelia Fernández –quien llegó a la Asamblea ¡ay! por su activismo feminista- desgarrándose porque sus compatriotas rebalsaran la 9 de Julio sufriendo la muerte de su héroe y olvidando que ese héroe había sido un maltratador de sus congéneres.
Mientras pensaba en todo esto, me topé con un artículo de una columnista española que imaginaba un proceso –que me recordó el “Juicio del robo de las tartas” en Alicia en el país de las maravillas– en el que planteaba un ficticio “Tribunal Feminista de la Verdad de Género”. Ese tribunal debía juzgar, en un mismo día, a Diego Armando Maradona y a Plácido Domingo. Quien expondría el caso de Maradona sería una activista del “feminismo peronista y lesbiano”. La prueba de cargo: un video en el que se ve al acusado golpeando a su víctima. Pese a la contundente evidencia, Maradona es absuelto por su perfil revolucionario y “por ser amigo de líderes de la izquierda”. La argumentación consideraba que “la violencia machista heteropatriarcal e individualista era insignificante en comparación con la violencia capitalista a la que combatía”.
Podemos figurarnos ya, qué hizo el mismo tribunal con Plácido Domingo, al que el club #MeToo, tan selectivo él, ya mató en vida. Contra él no existen pruebas ni denuncias policiales. Pero el tenor no tiene contacto con Pablo Iglesias y no logra demostrar su afiliación a ningún movimiento progresista. El Tribunal lo condena.
La transversalidad –que pretende que ese feminismo se inserte en todos los ámbitos– hace algunas salvedades. De ahí que la sororidad se activa solo con las “hermanas” de ideología y siempre que el agresor provenga del inframundo neoliberal y su nombre no esté grabado en el paseo de las estrellas de la izquierda moderna.
Sucede que el dogma de ese fragmento del feminismo se convierte en abjuración frente al dogma ideológico. De ahí que, si algún hombre me está leyendo, le sugiera yo que, antes de maltratar a una mujer, se asegure de tener las amistades correctas en algún sector del progresismo. Anuncie a tiempo su admiración por Maduro y tatúese el perfil del Che en su brazo o el de Fidel en la pantorrilla. Quién dice y en unos años hasta lo velen en la Casa Rosada.
Daniela Murialdo es abogada.