Gracias a la obsecuencia de la Asamblea Legislativa, de los tribunales Supremo de Justicia y Constitucional, y, se sospecha ahora, del Electoral, amparan las arbitrariedades bajo el manto de “presumir la constitucionalidad” de sus decisiones y acciones.
Pero, en general, ¿la presunción de constitucionalidad no tiene límites? Por ejemplo, ¿por qué aceptar como constitucionales actos de funcionarios que ejercen cargos públicos de forma espuria? ¿Por qué debemos aceptar y acatar leyes basadas en argumentos falaces y elaboradas con fuerte tufillo a estrategias envolventes? ¿Cómo recurrir a la justicia si eso nos expone a arbitrariedades de políticos o a la codicia de fiscales, jueces y tinterillos al extremo que, ahora sabemos, pueden condenar a cualquier persona sabiendo que es inocente? ¿Cómo, en fin, cumplir el deber ciudadano de hacer cumplir la Constitución si se debe aceptar la plena constitucionalidad de las incongruentes acciones de los gobernantes y sus legisladores?
La respuesta es que no hay una presunción de constitucionalidad absoluta. La presunción de constitucionalidad queda desvirtuada, por ejemplo, si se establece que “el legislador otorga diferentes consecuencias jurídicas a situaciones esencialmente equiparables.” Ese rasgo de discriminación –que determina la esencia de inconstitucionalidad de una norma– es, precisamente, el que caracteriza a la mayoría de las leyes y acciones gubernamentales; pero como en la práctica el Tribunal Constitucional cierra el único camino democrático y formal para controlar la discrecionalidad del gobierno al no aceptar ningún desafío a la constitucionalidad supuesta, deja a la desobediencia como única opción a la sumisión.
En línea con este razonamiento, frente a la arbitrariedad gubernamental y sin mecanismos institucionales para impugnarla, la ciudadanía empieza a desafiar abiertamente normas que se tratan de imponer contra el sentido común y contra la voluntad popular; el rechazo al nuevo código penal hace unos meses y la negativa de sectores empresariales a pagar el doble aguinaldo este año, se muestran como gérmenes de desobediencia civil a la que se recurriría como un posible y obligado mecanismo de defensa. Volviendo al ejemplo del semáforo, a fuerza de ver que los que “le meten nomás” son cada vez más y nos sacan amplia ventaja, toma cuerpo la idea de que cumplir la norma en tales condiciones, es sólo “para perdedores”.
La sola posibilidad de acentuar el nivel de anomia (que ya se reconoce como alto) debería preocupar a los gobernantes; pero empujar a la sociedad hacia la desobediencia civil, es suicida para cualquier gobierno democrático y un gravísimo daño a la institucionalidad, con nefastas consecuencias para el desarrollo a corto, mediano y largo plazo.
Muchos políticos, especialmente aquellos con insaciable apetito por las mieles del poder, opinarán que es alarmista calificar la situación actual como de anomia o sugerir que hay posibilidad de desobediencia civil generalizada “porque es imposible que eso suceda en el país”. Puede ser cierto, pero es tan posible que así sea, como que ligeras molestias, aparentemente baladís, sean en realidad síntomas de formas fulminantes de cáncer. En todo caso, quienes ocasionan daños a personas o a la sociedad por mal usar el principio de presunción de constitucionalidad, tarde o temprano estarán obligados a repararlos.
Enrique Velazco Reckling
@brjula.digital.bo