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13/12/2020
La madriguera del tlacuache

Las fiestas: el deseo cumplido de regresar

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Debe ser mi lado nostálgico, que ocupa gran espacio, el que se aferra a todo rastro de recuerdo. Objetos, personas, sabores, canciones, olores. De ahí que las festividades que reúnan todo aquello, en especial las que tienen un lugar seguro en el calendario, entren a mi memoria de modo singular. Una memoria que es como de ancianos, que repasan episodios de larga data, pero no recuerdan lo que hicieron esta mañana. Oscilo pues, entre un elefante y Dory (la amiga de Nemo). En esa medida, vivo más del pasado que del futuro.

Kundera se refería a la nostalgia como el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. Y es quizás en ese intento de volver que celebro las fiestas que más recuerdos dejan. No he vencido la resaca del 31 de diciembre y ya compro espuma e incienso para carnaval. Una celebración prolongada que me pareció, recién llegada a Bolivia, graciosa e inocente. Los bolivianos no aprovechaban la permisividad de esos días como los brasileños, que viven sus carnavales como las saturnales originales, sin saber ya al tercer día a cuál de los géneros de la intersexualidad pertenecen.

Recuerdo mi primer juego carnavalesco en la plaza 25 de Mayo en Sucre, con reglas que desconocía. Mi ignorancia y (mala) puntería hacían que los globos de agua cayeran, pese al armisticio, en algún bando enemigo, el que no tardaba en desplegar, esta vez contra mis corpulentos primos, toda su artillería de 300 globos. Luego venían el baile con banda municipal y los sándwiches de palta y quesillo. Y todo me hacía dudar si en Venecia el carnaval era tan pintoresco como el de esa ciudad con góndolas, pero sin canales. Con el arribo a La Paz, llegaron Los Olvidados y el puchero –plato tan altiplánico como ibérico– antes de la obligada ch’alla, que se lleva ingentes cantidades de serpentina, alcohol y fe pagana.

Es posible que nacer un Miércoles de Ceniza haya marcado mi fascinación por estos días previos a la Cuaresma, en la que se posa cada viernes en la mesa un pescado que destierre la carne roja pero no ceda a lo vegano (cuya comida, decía alguien, produce los mismos efectos que el Coronavirus: nos priva de sentirle olor o sabor alguno).

Vencidos los feriados carnavalescos, me toca esperar unos meses hasta la festividad por el nacimiento de San Juan Bautista. Esa fiesta nocturna de símbolos solares, cuyo rito principal radica, hasta nuestros días (aunque a escondidas), en encender una hoguera “con el fin de dar más fuerza al sol” y a nosotros una buena purificada. Añoro las enormes fogatas en casa de unos vecinos que reunían al barrio alrededor de leñas encendidas que iban cargadas con cosas viejas de las que “había que deshacerse” y de buen sucumbé, que ahora preparo cada 23 de junio para acompañar los “jadogs” rebosantes de tomate, cebolla, chucrut y palta. De paso, reverencio a la inmigrante Stege por haber secuestrado esa tradición europea que recibe al invierno, una de las cuatro estaciones de cualquier día paceño.  

Este año la embajada de México tenía huéspedes ilustres que atender y un virus que eludir. De ahí que no haya podido invitar a la colonia de compatriotas a celebrar el grito de su gesta libertaria. Esa celebración es, posiblemente, la que más añoranzas me produce. Las plazas atestadas a la espera de que el alcalde salga al balcón a evocar a Hidalgo, Morelos y demás insurgentes de la Independencia, mientras se comen elotes con crema y chile, los niños exhiben globos tricolor y los adultos engullen mezcal, son un retorno a las raíces. Escuchar el “¡Viva México!” y las siguientes vivas con mayor énfasis hasta llegar al himno nacional, le provoca a cualquier mexicano el más férreo chauvinismo. La emoción es inevitable, al punto de que hasta el Zoom logró este 15 de septiembre sacarme lágrimas, pese a que el que gritaba era López Obrador. O quizás fuera por eso.

Intento, cuando es posible, no caer en la alienación. Me debo a diversos países –mi sangre carga glóbulos de todos los colores– y no quiero agregar más tradiciones a mi ya multicultural personalidad. Sin embargo, cuando se adopta una costumbre extranjera y aquello produce alegría a más de uno, sin bajas ni daños colaterales, esa adopción sabe benigna. Pasa con Halloween. Una tradición que viene de los festivales de cosecha celtas, pagana en su inicio y luego cristianizada. Aunque esto irrite a quienes acusan (a veces con razón) a las élites de imitar conductas gringas, a los norteamericanos este festejo les llegó ya con disfraces y todo.

De hecho Halloween (que en la cultura inglesa se llamaba All Hallows’ Eve), supone la víspera de Todos Santos, una fiesta arraigada por estos lados. Los antiguos celtas, como nosotros, creían que la frontera de este mundo con el otro desaparecía esa noche. Así, los ancestros familiares eran convocados y homenajeados, mientras que los espíritus malos eran espantados con el uso de trajes y máscaras.

Disfruté Halloween de niña, luego con mi hijo mayor y, (muchos) años después, con el menor. Esta tradición, algo nueva por aquí, parece democrática: una simple máscara o un disfraz casero sirven a los niños para tocar timbres y pedir golosinas. Nada más inofensivo (además, la arenga en comparsa del “dulce o truco”, sirve de entrenamiento para cuando, en unos años, necesiten reclamar una renta o la salida de algún presidente). Entre más puertas se abren, más niños y dentistas felices.

Y llega la Navidad. La que más nostalgia trae. Este año pandémico traerá también tristeza para muchos. El reencuentro con lo pasado será distinto. El margen de negociación será casi inexistente. No podremos discutir si la Nochebuena es en casa o con los suegros, o si se come picana o pavo (discusión que he vencido después de fútiles negociaciones, preservando la tradición familiar). Resta concentrarse en las pocas horas que estaremos reunidos alrededor del árbol antes de que el toque de queda nos recuerde que el mejor regalo son las afectividades y las expresiones alternativas a los abrazos y besos que nos han sido vedados.

Finalmente, no concibo un Año Nuevo sin uvas, y no pacto con la Naturaleza si no están en temporada. Me vi una víspera en ciudad ajena, abandonando el taxi en medio de un embotellamiento y corriendo mientras oscurecía en la inseguridad de las calles, solo para entrar a un mercado a comprar uvas. Las consumo en un rito, pidiendo un deseo por cada una mientras suena el conteo a capela, ya sin la anacrónica voz del radialista de fondo. Este año, créanme, pediré un lote de vacunas por cada uva. Y reservaré una deseando repetir las festividades que afianzan mis recuerdos. Eso sí, en vez de usar calzones rojos, me pondré unos azules invocando salud. La pasión, por ahora, tendrá que esperar. ¡Salud!

Daniela Murialdo es abogada.



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