A raíz de las polémicas suscitadas por la
Declaración “Fiducia supplicans” (Confianza suplicante) emitida por la
Congregación por la Doctrina de la Fe y rubricada por el Papa Francisco, me he
leído las nueve páginas de esa Declaración que trata sobre el significado y
alcance de las bendiciones en el seno de la Iglesia Católica.
Según el documento, desde los textos más antiguos (como Num 6,24-26) hasta el último gesto de Jesús al ascender al Cielo (Lc 24,50-51), la Biblia señala dos clases de bendiciones: la ascendente y la descendente.
La bendición ascendente es la que se dirige del hombre hacia Dios, en forma de oración y acción de gracias. “Gracias a Dios”, esa forma no tiene requisitos; todos, justos y pecadores, podemos bendecir y agradecer al Señor por los dones recibidos, empezando por el don de la vida y de la fe.
A su vez, la bendición descendente es la que viene de arriba con destino a personas, objetos de culto, lugares de trabajo y sufrimiento, frutos de la tierra, etc. Alasitas es un ejemplo de estos días.
Cuando mi amigo jesuita Mateo Garau fue a bendecir a investigadores y nuevos ambientes del Laboratorio de Física de la Atmósfera yo estaba convencido de que no se trataba de una simple formalidad sino que ese ritual tendría consecuencias sobre el desarrollo del laboratorio. ¡Y sí que las tuvo! Asimismo, queda grabado en mis pupilas de adolescente el gesto de arrodillarse de mi tío sacerdote (un gigante de 120 kg) a los pies de mi abuela para recibir su bendición antes de un viaje. En ambos casos no se exigió requisitos para recibir una bendición que da alivio, confianza y buen auspicio.
Más aún, cada domingo los que participan en la misa reciben al final de la liturgia una bendición colectiva acompañada, en muchos casos, por una específica según las necesidades de cada cual, sin requisitos ni tres fotocopias del carné de identidad.
Volviendo al documento de marras, la polémica se ha suscitado en el seno de algunas Conferencias Episcopales más conservadoras, como algunas de África, que vieron en esa declaración casi una “herejía” y también por parte de algunos colectivos de la diversidad sexual, que han tildado de “tardía e insuficiente” esa concesión a las personas homosexuales y miembros de uniones “irregulares” (como parejas de divorciados o “de facto”). En realidad, el documento no busca avalar esas uniones, que siguen sin ser aceptadas por la Iglesia, sino mantener la tradición evangélica de que Dios no rechaza a nadie. Jesús lo expuso, con su fina ironía: “No necesitan del médico los sanos sino los enfermos”.
Es el lenguaje, grato al Papa Francisco, de que la Misericordia de Dios está por encima de la Ley; el mismo de Teresa de Lisieux: “el pecado es inmenso, pero el amor misericordioso de Dios es infinito”. De hecho, la otorgación de la bendición es “a cambio de nada”.
El documento se esfuerza por no confundir la bendición con rituales y menos con sacramentos, pero es cierto también que, en medio de la diversidad cultural de la Iglesia, las circunstancias de su aplicación no son las mismas y la buena fe no es una actitud muy corriente, incluso entre los jerarcas de la Iglesia.
Personalmente, por mi educación y cultura, creo que hay mayores urgencias en el mundo que las manifestaciones de “orgullo” de la homosexualidad. Aun así, no sólo las tolero, sino que aliento toda medida que devuelva dignidad e inclusión a esos hermanos, como cuando piden ser bendecidos.
Un apunte final: la Biblia nos ha dejado no sólo bendiciones sino también una serie de “maldiciones (los “ayes” del cap. 11 de Lucas), dirigidas no precisamente a pecadores y marginados, sino a presumidos e hipócritas, que se niegan a bendecir y ser bendecidos.