La tendencia es cada vez más fuerte e intensa. La verdad no atrae, no convence, no enamora. Y tampoco es que la mentira se haya puesto de moda. Desde los inicios de la humanidad, hemos virado entre la verdad y las mentiras. Desde los relatos de los hechos –que creíamos ajustarnos de la manera más ortodoxa– hasta las fábulas y los mitos. Jamás hemos perseguido la pura verdad. Y siempre nos fascinó aquello que suena increíble, fuera de lugar, que es grandilocuente. Jamás la verdad plana, simplona.
El mundo moderno –el de las redes sociales, el del scrolling y la instantaneidad– ya no permite narraciones ricas y complejas. Sólo se acepta aquellas “verdades” que ratifican determinadas posturas o perspectivas tribales. Aquella “verdad” que está, de alguna manera, alineada a una visión muy específica del mundo.
Por ejemplo, en una reunión de negocios, un empresario sostenía que su negocio crecía o se contraía, de acuerdo a las llamaradas del sol. Y que, en este momento, de crisis económica, la contracción se debe, precisamente, a esa enorme llamarada solar que está afectando a todo el mundo y, por consiguiente, a la economía en su conjunto. Un fenómeno que, al parecer, de acuerdo a esa mirada, sucede cada siete años. Es decir, cada septenio una llamarada solar, arruinará nuestra economía y estabilidad social y política.
Pero eso no es lo curioso. Los efectos nocivos de esa degeneración de la narración, por lo menos, lógica o coherente, de las historias, está vapuleando a todo el mundo. Y puede ser que la llamarada tenga una base filosófica – porque científica no creo-, que hipnotiza a una comunidad específica que mira el sol atentamente. Y lo hace porque ayuda a comprender un contexto que parece no tener lógica alguna.
Ya en los tiempos de la antigüedad, cuando el ser humano empezó a estacionarse y fundar pequeños pueblos y dejamos de ser nómadas, los viejos de la aldea les advertían a los más jóvenes – curiosos y avezados por descubrir nuevos mundos -, que más allá de las montañas “habitaban los leones”. Con ese relato, metían miedo y evitaban la fuga de sus integrantes. Era su “llamarada solar” que se tomaba como verdadera.
Y ahora, en estos tiempos de la esclavitud del teléfono inteligente, que se auto valida como una religión extremista, de convertirse en un rosario moderno y que es, a la vez, un confesionario portátil a nivel mundial, ya no existen los leones. No hay límites para crear “verdades”. Internet debe ser el oráculo más grande y mentiroso que la humanidad ha creado.
La pantalla digital ha sustituido esa fogata tribal y la ha convertido en una gigantesca obra de teatro abarrotada de caretas y humo. Un lugar en el que los individuos representamos versiones ficticias de nosotros mismos ante nuestros pares y donde adaptamos constantemente apariencias, vidas y opiniones que se ajusten a las normas de la pantalla.
Yuval Noah Harari en su último libro “Nexus” o el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su libro “La crisis de las narrativas”, sostienen que esta forma inteligente de dominación nos pide constantemente que comuniquemos nuestras opiniones, necesidades y preferencias, que contemos nuestras vidas, que publiquemos, compartamos y demos me gusta a todos estos mensajes mentirosos, para sobrevivir. Nos hemos convertido en vendedores de historias, falsas, irreales, distorsionadas, fantásticas e ilusorias. Que son, al final del día: mentiras.
Los humanos nos hemos degenerado. Y se ha reducido –y lo más peligroso es que complacientemente– a una especie de datos monetizables que pueden ser controlados y explotados por un algoritmo.
Y en este camino, hemos perdido nuestra individualidad, nuestra humanidad, nuestra capacidad de contar narrativas convincentes, reales o casi verdaderas. Y hemos extraviado este sendero de dieta verídica para convertirnos en espectadores que engordan –como ganado de consumo, como dice Han– en consumidores obesos de mentiras.
Ahora somos mentirosos congénitos digitales. La verdad ha muerto. ¡Vivan las llamaradas solares!