En
palabras de Gonzalo Chávez (El árbol
mágico de dinero en el Estado, Página Siete, 22.11.20), “en el país han
surgido seguidores instantáneos de la Teoría Monetaria Moderna (TMM)”, cuyas
ideas “producen una
urticaria irreversible entre los neoliberales y una polémica feroz entre los
keynesianos”.
Sin mencionar si se considera neoliberal o keynesiano, deja en claro que tampoco comulga con las ideas de esa teoría porque, alerta, “estas ideas pueden ser una gran tentación para acudir al árbol del dinero que supuestamente crece en las bóvedas del Banco Central”, y que se deben “evitar las tentaciones populistas y ser muy cuidadoso” porque “la alquimia de convertir piedra en oro es una quimera antigua (que) ya fracasó en Bolivia.”
No soy economista, ni “seguidor instantáneo” de la Teoría Monetaria Moderna, pero creo que este enfoque es un claro avance respecto al pensamiento económico ortodoxo porque, entre otras “virtudes”, cumple el criterio de la “navaja de Occam” que señala que “ante hipótesis alternativas para explicar un hecho, la mejor es la que implica la menor cantidad de supuestos”.
Recurro a esta introducción porque creo que, esta vez, las críticas de Gonzalo a la TMM son inusualmente superficiales dado el nivel de análisis al que nos tiene acostumbrados.
De inicio, la TMM no es, en realidad, una teoría. Es una detallada descripción de los flujos y de las relaciones que rigen los procesos monetarios, tal como suceden en el funcionamiento real de la economía; permite plantear estrategias económicas con enfoque no convencional (para el pensamiento ortodoxo) y, específicamente, identifica las opciones de política abiertas a los estados hacia el objetivo de una economía de pleno empleo, con estabilidad de precios.
Tampoco es una invitación al “jolgorio” en gasto público. Establece que “una economía que emite su moneda soberana en un contexto de tipo de cambio flexible, no tiene, en principio, restricciones financieras para comprar, en esa moneda, todos los bienes y servicios que su aparato productivo esté en capacidad de producir”. Aclara que “cada economía tiene su propio ‘límite de velocidad’, establecido por la disponibilidad de recursos productivos reales”, siendo el más inmediato la capacidad del aparato productivo y el grado de su utilización. La TMM no ignora que empujar la demanda más allá de la capacidad productiva, conlleva riesgos de procesos inflacionarios.
¿Alguien duda que el gobierno emite la moneda y los hogares no? Por ello, la TMM parte por establecer que el gobierno no es igual que una familia o empresa: éstas últimas primero tienen que tener dinero para después gastarlo, mientras que el Estado primero gasta para que la gente tenga dinero para pagar sus impuestos (ingresos del Estado). Gonzalo no cuestiona este hecho, pero argumenta que “el problema está en la calidad del gasto”. El “problema” –gasto dispendioso, improductivo o corrupto, ocurre en todas las economías (excepto, por supuesto, en la teoría económica), pero no es un argumento que invalide las diferencias entre el gobierno y los actores económicos que destaca la teoría que analizamos hoy.
Segundo, para la TMM no todo déficit resulta de gastos dispendiosos. Según las identidades contables –verdades “por definición”, el déficit del sector público es igual al ahorro privado neto. Es decir, el saldo financiero deficitario del sector público, promueve ahorro privado (que puede alimentar la inversión productiva). Ahora, que en América Latina y en Bolivia “existan decenas de casos que demuestran lo contrario” (déficits por gasto dispendioso), no anula la clara y pertinente observación de la teoría monetaria moderna, pero ratifican que los latinoamericanos y bolivianos hemos sido gobernados, con lamentable frecuencia, por políticos incompetentes y corruptos.
Tercero, sobre el discurso ortodoxo que “los déficits son carga para las generaciones futuras”, Gonzalo apunta que la bonanza de 14 años no dejó a Bolivia con un mejor futuro económico, sino con mayores deudas. Pero el punto que plantea la TMM es distinguir entre el déficit, como la diferencia entre dos flujos (de ingresos y de egresos), y la deuda, que es un acervo (stock) que se acumula en la medida que el gobierno “opte” por emitir deuda para “reducir” el déficit. En principio, un déficit existe como saldo contable, pero no tiene un “acreedor” identificable hasta que el Estado emite bonos de deuda (pagando intereses por dinero gastado sin ese costo); ajustar ingresos y egresos sería suficiente para eliminar el déficit, pero no la deuda. En particular, contraer deuda en moneda extranjera (situación no compatible con la Teoría Monetaria Moderna), haría que las obligaciones puedan extenderse a las generaciones futuras.
Gonzalo da a la TMM el beneficio de la duda al reconocer que los déficits no necesariamente compiten por el ahorro disponible, pero sobre el argumento que el desacoplamiento entre las políticas fiscal y monetaria que se observa en las economías desarrolladas, “todavía no tiene antecedentes en economías pequeñas como la boliviana” (en mi esquema mental, suena a una ley de la gravedad que varía con el color de los objetos).
En síntesis, Gonzalo Chávez no contraargumenta conceptualmente a la TMM; los resultados económicos que menciona no la desmerecen: son fracasos que muestran, puntualmente, la incompetencia de quienes nos han gobernado con el discurso, no con el sentido crítico que requiere el desarrollo. La TMM puede ayudar a corregir muchos de los errores cometidos.
Enrique Velazco Reckling es PhD en físico-química y coordina el Proyecto de “Diálogo social y laboral” de la Fundación INASET.
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