El título de esta columna podría leerse por error con pesimismo
arguediano, para de ahí rematar, aburrido y plañidero, en los males de nuestra
historia, sin reparar en que tenemos también momentos de luz. Por esto último,
precisamente, La Odisea “boliviana”
me induce al optimismo.
Ocurre que, movido por los dones y deberes que me da una paternidad tardía, llevo ya unos meses (sí, vamos lento) leyendo La Odisea en voz alta casi cada noche, pero sin mirarme al espejo ni perfilar una incipiente carrera teatral.
La que leemos antes de -o tal vez para- dormir no es una versión abreviada de La Odisea para niños ni una pesada traducción madrileña, de esas que no permiten adivinar -ni con la ayuda de los dioses- qué madres le dice Polifemo a Ulises (Odiseo). Se trata, más bien, de una traducción completa del griego, en lenguaje asequible y pensado para un boliviano medio, sin sacrificar para nada la belleza del texto.
Ignoro si muchos países de la región tienen su propia traducción de Homero, pero tiendo a pensar que no. Me baso, sin pretensión estadística, en mis búsquedas en Google o en pedidos furtivos en librerías de Chile o Colombia.
El traductor de esta Odisea es uno de nosotros: Mario Frías Infante, veterano periodista, próximo en dieciséis meses a cumplir los noventa años. Don Mario es además lingüista, docto en griego y latín; un talento hoy extravagante, cuando la humanidad es más aficionada al tuit del día o al reenvío del último TikTok (ya me puse arguediano). Don Mario tiene otras traducciones en su haber, pero en casa optamos por leer La Odisea, dada la muy diversa edad de los involucrados en su lectura.
Según recuerdo, Mario Frías fue subdirector de al menos tres medios nacionales: La Razón, La Prensa y del semanario Pulso, en ese dueto que armaron con Jorge Canelas Sáenz entre los años 80 y los 2000, casi hasta la muerte de Canelas el 2006. Puedo pensar en pocas instituciones públicas o privadas en Bolivia que tengan hoy un segundo a bordo de los quilates de don Mario, y en pocas personas como aquellos dos periodistas en su faceta de conversadores.
En su comentario a La Odisea, Mario Frías recuerda que esta obra cumple esas máximas de la narrativa que después sistematizó Aristóteles y que hasta ahora tienen mucho gancho en los gustos populares: que el personaje malo comience en la dicha y acabe en la desdicha; y, al contrario, que el bueno empiece en la desdicha y concluya en la dicha. En La Odisea, justamente las peripecias de un Ulises astuto, pero bueno, terminan bien con el retorno a su trono, a la patria y a su familia.
La fuerza de esa clasificación narrativa aristotélica es tal que incluso en la política hoy, por ejemplo, quienes creen que Cristina Kirchner es buena esperan que de la desdicha de sus juicios pase de nuevo a la dicha de ser Presidenta. Sus enemigos anhelan lo opuesto. Eso, para no hablar de cómo se lee aquí el relato de la felicidad o la desventura de Evo. Ese es el poder de las historias, ya catalogado por los griegos.
La Odisea recobra pues esos hábitos de Occidente que este, en su ciega autocrítica, en su decadencia, va perdiendo. Pongo otro ejemplo menor, sacado de la mitología y, en concreto, de la misma Odisea: el dios Ares (el Marte de los romanos) con su cólera ciega e inclemente no debe conducir la guerra (tampoco la política), sino Atenea, también diosa de la guerra, pero con su sabiduría encima. Ese es quizá el antecedente mitológico de la supremacía del poder civil sobre la maquinaria bélica, ideal -y a veces solo eso- de los Estados modernos.
Si regresáramos a ese mundo en que era imperativo leer La Odisea, nos serviríamos de certezas como las que le da, por ejemplo, Zeus a Poseidón. Aquel le dice a este que, en su bronca contra Ulises, proceda como quiera, “como su ánimo llene su satisfacción”. Es que reaccionar según sus impulsos corresponde a los dioses y, en ocasiones, ni a ellos. A los hombres y a los niños solo nos quedan, en cambio, la astucia y las historias. Esas que Atenea le reconoce a mi Ulises que son tan queridas por él “desde el fondo de su alma”.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado y escritor