Andan de malas los políticos en Bolivia. En diversos estudios y encuestas que se realizaron en las últimas semanas, ninguno de los líderes conocidos asoma con alguna posibilidad de fortalecer su liderazgo en los próximos dos años y aspirar a algo más en las elecciones de 2025. Ni siquiera los aparentes nuevos tienen mucho mayor respaldo que los más antiguos y hay otros que han desaparecido de las listas a pesar de sus esfuerzos por mantener vigencia.
El panorama político es desolador, no solo por la falta de líderes, sino porque todavía la gente, el ciudadano común, no tiene muy claro lo que quiere. Es más fácil identificar a la persona si se sabe cuál es la tarea que le será asignada, pero por ahora ese elemento no está muy claro.
Hay temas que preocupan más que otros, como la crisis económica, que después de casi 40 años vuelve a ser uno de los desafíos más importantes, pero no al grado que marque una diferencia nítida sobre otros que desde hace tiempo están en la carpeta de los pendientes nacionales, como la justicia y la lucha contra la corrupción.
Aunque imprecisa, la idea del líder nuevo no deja de reiterarse. ¿Qué es ser nuevo? ¿No haber estado nunca en la política? ¿No haber sido Presidente? ¿Tener ideas distintas? ¿No alentar la polarización? ¿No participar de guerras sucias? Las encuestas son limitadas para indagar estos temas y no hay estudios más completos que permitan descifrar con claridad esa aspiración.
En todo caso, tal vez lo que sirva sean los referentes de otros países, donde “nuevo” tiene que ver con “joven” –Noboa en Ecuador– o con cierta osadía en la política y otros campos –Milei en Argentina–.
En Bolivia la gente quiere un cambio, aunque no tan extremo como para que se dé marcha atrás en las conquistas recién logradas, como la inclusión social, la participación de los indígenas en cargos de responsabilidad administrativa y política, y el protagonismo cada más decisivo de las mujeres y jóvenes en general.
Hay una Bolivia después del MAS con avances innegables que muchos están dispuestos a defender, pero también un país con retrocesos, sobre todo en la calidad de la vida democrática, que es indispensable cambiar y esas no siempre son tareas que puedan cumplir quienes no quieren saber de alternancia en el poder.
Sobre el modelo, es hilar muy fino. El ciudadano intuye que algo ya no funciona más. Obviamente lo advierte en la economía y en que ya no puede hacer planes con la misma certeza que antes. Hay desconfianza y temor por lo que pueda deparar el futuro, después de haber pasado por un tiempo en el que la inestabilidad parecía solo el mal recuerdo de las generaciones a las que les tocó el tiempo de las “vacas flacas”.
Aunque no se habla propiamente de una estrategia de desarrollo, los ciudadanos se atreven a decir que se necesita disminuir el gasto en la burocracia del sector público –mucha gente, pocos resultados– aumentar la participación del sector privado y abrir las puertas del país a la inversión extranjera. No es poca cosa, para un país que viene de la “izquierda” y busca algo diferente.
Tal vez lo que influye es que muchos se volvieron emprendedores o empresarios y que, cuando hablan de sector privado, se refieren a ellos mismos y sus necesidades. No es ya el gran empresario, el más rico, sino el que intenta hacer sobrevivir un negocio, el que ya no es empleado y se esfuerza por emplear, el que quiere un buen entorno para poder emprender.
No es fácil empatar expectativas con propuestas en sociedades que transitan de un escenario en desgaste a otro en gestación. Hay algunas certezas, no menores, como la necesidad de nuevos líderes, pero también insinuaciones, atisbos del país en el que la gente quisiera vivir en el futuro próximo. La esperanza está en construcción