He
tomado prestado el título (y la fuente histórica) de esta columna del análisis
del filósofo y periodista Jorge Enrique Mújica, publicado en http://es.zenit.org del 27/2/22.
Si bien la invasión rusa y la heroica resistencia de la población ucraniana no se relacionan directamente con causas religiosas, sabemos, sin embargo, cuán relevante puede llegar a ser el factor religioso, especialmente cuando se producen modificaciones de fronteras y desplazamientos forzosos de personas.
En efecto, no es fácil separar lo político de lo religioso en medio de conflictos étnicos. Cuando en el antiguo Israel, a la muerte del rey Salomón, se produjo un cisma político que dividió el reino de Israel en dos estados monárquicos, del Norte y del Sur (algo que para los profetas podía ser tolerable), al poco tiempo se promovió, desde el nuevo orden político, un cisma inaceptable entre el culto del Templo de Jerusalén y un nuevo culto inventado e impuesto en el reino del Norte.
¿Cómo olvidar, a este respecto, el fracasado intento de Evo Morales de crear, “a la carta”, la surreal Iglesia Católica Apostólica Nacional Boliviana?
Hace más de mil años se produjo el gran cisma religioso entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla, cuya confesión, autodenominada “ortodoxa” (o sea, de la correcta doctrina) sigue separada de la Iglesia “católica” (o sea, universal). Aún así, subsistieron iglesias de rito oriental que mantuvieron su comunión con Roma y precisamente una de éstas, la Iglesia greco-católica, cuenta hoy con un 10% de la población ucraniana, con mayor presencia en las regiones occidentales del país.
Los ortodoxos de Ucrania pertenecen a dos ramas, enfrentadas entre sí, que responden a los dos grandes Patriarcados, de Moscú y de Constantinopla. Desde Juan Pablo II ha habido un notable acercamiento de Roma con el Patriarca Bartolomé de Constantinopla (pero no así con el de Moscú, Kirill, amigo personal de Putin) y con la Iglesia Ortodoxa de Ucrania (IOU). Esta nueva confesión -que hoy representa el 40% de la población- se separó del Patriarcado de Moscú el año 1992, como corolario de la independencia de Ucrania (24/8/1991) y recién el año 2018 fue reconocida oficialmente como “autocéfala” (autónoma) por Constantinopla, profundizando aún más la división con Moscú, incluso con excomuniones de por medio.
Por tanto, es previsible que la invasión y sucesiva ocupación rusa de Ucrania ahondarán la grieta entre las dos Iglesias ortodoxas ucranianas, a tal punto que no se descarta que un objetivo secundario de la invasión sea “disciplinar” a la rebelde IOU. De hecho, es lícito suponer que una prolongada ocupación de Ucrania por el régimen de Moscú fortalecería la rama pro rusa (que cuenta aún con un 30% de fieles), en detrimento de la IOU (que incluso podría desaparecer, tras la probable incautación de sus bienes) y de la greco-católica, en medio de la guerra de proselitismos que desde siglos se combate en Ucrania, con la participación de los aguerridos y tradicionalistas líderes católicos de ese país.
A la espera del desenlace bélico y, ojalá, diplomático, en algo las tres principales confesiones ucranianas pueden colaborar (y en parte ya lo están haciendo): poner su infraestructura al servicio humanitario de las víctimas del conflicto; mantener las iglesias abiertas, como refugio y lugar de oración, incluso ecuménica; y buscar la paz y la reconciliación, antes que terciar en favor de una de las partes en conflicto. De ese modo, se evitará el peligro de echar gasolina religiosa a un fuego que está destruyendo a ambas naciones, por la insana ambición de poder de un individuo que ya se ha ganado un podio en la galería de los personajes más infames de la humanidad.
Francesco Zaratti es físico, escritor y expertos en asuntos energéticos.