Leer
los titulares -que más que de la sección política, parecen de la prensa rosa-
sobre el rompimiento del “idilio” entre Evo Morales y Álvaro García Linera, me
dejó pensando en lo frágil de las amistades, que tienen que hacerle frente al
tiempo y su desgaste. Y deben sortear la envidia, la inseguridad y el ego
(todos, vicios de una misma raíz).
“Amigo es aquel que sabe todo de ti, y sin embargo sigue siendo tu amigo”, dicen acertadamente por ahí. Álvaro sabía de las virtudes, pero también de la mezquindad de Evo, de ahí que es difícil adivinar qué lo ha hecho alejarse de él y convertirse en lo que los niños, en su lógica lingüística, llamarían su “peor amigo”.
Sucede que la amistad es un concepto casi experimental y abstracto, con tintes variados. Las hay aquellas utilitarias que, como un joint venture, se agotan una vez cumplido el fin para las que se formaron. Quizás aquí entran Evo y Álvaro, y pues en ese caso ya no hay más que rescatar (aunque la bronca de Morales pueda deberse a que su socio le quedo debiendo algo…). O están las amistades que vienen del colegio, cuyo puente colgante se sostiene con amenos recuerdos y la necesidad de rememorar las vivencias adolescentes alrededor de unos whiskys (antaño inaccesibles).
Tenemos también, amistad con nuestras parejas. Es aquí donde la frase manida “me casé con mi mejor amigo” cobra sentido: disfrutar la cercanía de alguien que va al mismo ritmo, que comparte intereses y desintereses, que comprende las fobias y se apiada de las manías, eso solo es de buenos amigos. El amor va y viene, la amistad no puede flaquear. Como decía Nietzsche: “no es la falta de amor sino la falta de amistad lo que hace infelices a los matrimonios”.
Aunque surge de esto una especie de silogismo: todas las relaciones “amorosas” deben sostenerse en la amistad; no toda amistad debe sostenerse en el amor. Este último escenario es muy riesgoso, porque desequilibra la camaradería: uno de los amigos se enamora del otro y si no hay correspondencia, la amistad se contamina y pocas veces retorna a su pureza. Pero quién no ha estado en uno de estos dos lados oscuros. O en ambos.
Y luego está la amistad con los hijos. Que debería mantenerse como un sub-lazo filial. Los hijos, antes que amigos, necesitan padres. Lo que no quita que invirtamos nutridos momentos en entretenimiento, en los que la relación jerárquica se difumine pero no desaparezca.
Lo que yo más rescato de la amistad –de la verdadera- son la incondicionalidad, que debe palparse incluso si no se la requiere de inmediato; la licencia para ser uno mismo; y la ausencia de competición alguna (que no disputa). Donde un amigo se alegra de los triunfos y se conduele de las penas; donde no hay rivalidad; donde no se intenta reducir al otro a partir de los complejos personales; ahí es.
Soy afortunada, pues en la mayoría de mis vínculos afectivos encuentro signos de amistad. En unos meses cumpliremos treinta años de amigas con quienes inicialmente solo compartíamos aula universitaria. Nos hemos acompañado en cumpleaños, bodas, bautizos, divorcios, velorios, en nuevas bodas… Aunque pasen meses sin vernos, no hemos aflojado nunca. La explicación es sencilla, nos conocimos ya casi hechas, nos quisimos así, y no hemos modificado nuestra esencia en todo este tiempo. Ya les enviaré –a quienes lean esto- la invitación a nuestra fiesta del trigésimo aniversario.
Conservo un grupo de amigos tardío, que llegó por la vía matrimonial. Es sabido que uno no se casa solo con el novio, pero también con su familia y sus amigos. Dicho sea de paso, resulta más habitual que el aporte de cuates lo haga el hombre, simplemente porque ellos tienden a adolecer de ciertas incapacidades sociales espontáneas. Como elegí bien al novio, elegí igualmente bien a esos amigos, con los que hubo afinidad a primera vista. Aunque no son un bien ganancial. En tanto vienen adheridos a la pareja, si la pareja se va, ellos, tristemente, también. Haré todo para no separarme de mi marido.
Facebook es una tómbola (no hablaré de otras redes porque no conozco Instagram y Twitter no sabe de avenencias). Ahí la amistad lo es, en tanto exista con los contactos un bagaje de buenos recuerdos; haya con ellos una relación estrecha; se trate de amigos que viven en otras ciudades; o se hubiera generado una franca afinidad o admiración mutua, aunque virtual. Tengo desactivada la herramienta que anuncia mi cumpleaños, pues intento no idealizar las decenas de felicitaciones creyendo que todas provienen de gente que me quiere, y no tan solo de personas educadas.
Con mi esposo tenemos una amistad también de larga data. Creo que lo único que no compartimos, es mi afición por la NBA. Aun así, tolera mis alaridos frente a algún partido de los Lakers, incluso si lo despiertan a medianoche o interrumpen su lectura de Lévi-Strauss. De mi madre soy más amiga que hija. También soy amiga de mis numerosos hermanos y hermanastros. Y lo soy de mis hijos.
En todo caso, pareciera que la amistad está en cada persona en la que uno deja -en mayor o menor medida- cariño. O mejor, como diría Gregorio Luri: “uno vale lo que tiene de trozos del alma repartidos por el mundo”.
Daniela Murialdo es abogada y escritora