Si la inflación fuera un campeonato de fútbol, Bolivia ya estaría clasificado para las finales, pero no por méritos, sino porque podría superar la barrera de los dos dígitos por primera vez desde 2010. La noticia llegó con la misma elegancia de un gol en contra: el Índice de Precios al Consumidor (IPC) de noviembre subió un 1,45% respecto a octubre, y la inflación acumulada en el año alcanzó el 8,82%, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Por si fuera poco, la inflación a 12 meses ya se sitúa en 9,51%, lo que significa que la meta de un solo dígito se esfumó como las promesas de la propaganda.
¿Y cómo responde el equipo técnico del gobierno? Con la misma estrategia de siempre: prohibir, controlar y crear empresas públicas. Primero, se prohibieron las exportaciones de aceite y se intervino la producción de arroz en Santa Cruz, acusando a los productores de “especulación”. El siguiente paso, mucho más ambicioso, fue anunciar la creación de una empresa pública para producir pollos y huevos en el norte de La Paz, con una inversión de 608 millones de bolivianos. Como suele pasar con los proyectos estatales, primero se construye la fábrica y después ya veremos de dónde sacamos los insumos. En este caso, el alimento para pollos vendría de Santa Cruz, a más de 1.000 kilómetros, una idea que parece digna de una tragicomedia.
Para entender por qué la inflación se ha convertido en el villano de la temporada, hay que distinguir entre los “saltos” y los “aceleradores”. Los saltos son esos choques que elevan los precios de forma inesperada. En Bolivia, los principales responsables de estos saltos son la inflación importada, los desastres climáticos y los bloqueos de carreteras. La inflación importada no es culpa de “los gringos”, como suelen insinuar algunos discursos, sino del tipo de cambio paralelo. Los importadores tienen que comprar dólares a una cotización mucho más alta que la oficial, y eso encarece los productos que luego llegan a las tiendas.
Los desastres climáticos, como las sequías e incendios, también tienen su cuota de protagonismo. Cuando la producción de alimentos se reduce, los precios suben, simple ley de la oferta y la demanda. Y, por si esto fuera poco, están los bloqueos de carreteras, ese pasatiempo nacional. Cuando una carretera se bloquea, los costos de transporte suben, y esos costos terminan reflejándose en los precios de los productos. Con este panorama, los saltos iniciales en los precios están más que garantizados.
Sin embargo, lo realmente preocupante no son los saltos, sino los “aceleradores”, los que hacen que la inflación ya no sea temporal, sino persistente. Aquí entran en juego las expectativas inflacionarias, la pugna distributiva y la emisión monetaria. Las expectativas inflacionarias son como las profecías autocumplidas: si todo el mundo cree que los precios subirán, todos suben sus precios. Los comerciantes suben los precios para adelantarse a la inflación, los trabajadores piden aumentos salariales para proteger su poder adquisitivo, y los consumidores compran todo lo que pueden antes de que suba de precio. En este juego, todos pierden, menos la inflación.
La pugna distributiva es otro clásico. Cuando los costos de producción suben, las empresas los trasladan a los precios. Los trabajadores, a su vez, piden mejores salarios para enfrentar la subida del costo de vida. Las empresas vuelven a aumentar los precios para cubrir esos nuevos salarios, y así sucesivamente, en una espiral sin fin. Es como un partido de tenis donde la pelota nunca toca el suelo.
Pero la estrella indiscutible del equipo de los aceleradores es la emisión monetaria. Aquí, el Banco Central de Bolivia juega un papel crucial. Cuando financia al gobierno con dinero recién impreso, el dinero en circulación aumenta, pero la cantidad de bienes y servicios sigue siendo la misma. Según la teoría cuantitativa del dinero, si hay más dinero persiguiendo la misma cantidad de bienes, los precios suben. Es como lanzar gasolina al fuego y esperar que se apague. Bolivia ha seguido esta receta para financiar el déficit fiscal y el resultado está a la vista: más dinero, menos estabilidad y precios por las nubes.
Ante todo este panorama, la respuesta del gobierno ha sido digna de un guion de telenovela. La prohibición de exportaciones busca “controlar la inflación”, pero en la práctica solo logra desincentivar la producción. Cuando los productores no pueden vender sus productos a precios internacionales más altos, simplemente producen menos. Con menos oferta, los precios suben, y el resultado es exactamente lo contrario de lo que se buscaba. Es el equivalente económico de “matar al mensajero” para no recibir malas noticias. Resulta contradictorio que cuando hay una hambruna de dólares en la economía boliviana se prohíban las exportaciones.
Pero el capítulo más polémico de esta telenovela ha sido la creación de la empresa pública de pollos y huevos en el norte de La Paz. Los expertos ya se imaginan el futuro: altos costos operativos, insumos caros traídos desde Santa Cruz, pérdidas operativas y, claro, algún escándalo de corrupción. La historia se ha repetido tantas veces que ya ni sorprende. Las empresas públicas, en muchos casos, no son más que un agujero negro de recursos públicos, y todo indica que esta no será la excepción.
Lo que Bolivia necesita no es más control de precios ni más empresas estatales. Lo que se requiere es una política económica integral que abarque los aspectos fiscal, monetario, cambiario y sectorial. En el ámbito fiscal, la emisión de dinero para financiar el déficit debe parar. Esto implica reducir el gasto público, priorizar proyectos esenciales y buscar fuentes de financiamiento que no sean la imprenta del Banco Central. En el ámbito monetario, se debe devolver la independencia al Banco Central para que su objetivo principal sea controlar la inflación, no financiar al gobierno. En la política cambiaria, la brecha entre el tipo de cambio oficial y el paralelo debe cerrarse de forma gradual, porque la brecha solo alimenta la inflación importada. En suma, hubieron un tipo de cambio flexible y al funcionamiento del Bolsín.
Finalmente, en la política sectorial, el enfoque no debe ser “controlar la producción”, sino incentivarla. Esto se logra eliminando barreras a la exportación, facilitando la inversión privada y reduciendo la intervención estatal en la economía. El Estado debe crear las condiciones para que la producción florezca, no para controlarla ni para crear empresas públicas que compitan con el sector privado.
Si Bolivia no aplica estas medidas, la historia no tendrá final feliz. La inflación seguirá escalando, la economía se estancará y el costo lo pagarán, como siempre, los más vulnerables. La palabra “estanflación” empezará a sonar cada vez más fuerte, y la culpa no será del mercado, ni de los productores, ni de los bloqueos. La culpa será de quienes no quisieron ver que la inflación no se controla con prohibiciones ni empresas públicas. Porque, como bien dice la sabiduría popular, “no se puede tapar el sol con un dedo”.