Después de casi 20 años de gobierno está claro que las posibilidades políticas del MAS se han agotado. Se suma a esto que el propio modelo económico ha fracasado de forma estrepitosa y desde el punto de vista de la percepción social el paso del MAS por el poder marcó uno de los momentos de la historia nacional más oscuros en todas las dimensiones del espectro sociopolítico, económico, moral ético y cultural. Para ponerlo de forma lineal, vivimos el peor experimento político de toda la historia republicana.
En su mejor momento se presentaron como “la reserva moral de la humanidad”, de un sitial tan alto cayeron tan bajo que es ya muy difícil redimirse. Su desprestigio es proporcional a sus increíbles pretensiones morales de los primeros días, por eso para quedarse solo les queda la fuerza como dispositivo de permanencia. Esta particular configuración ha hecho que las elecciones se transformen en una disputa entre el bien y el mal, o lo que es lo mismo en el lenguaje político moderno; entre la democracia vs la dictadura.
De manera que la oposición tiene un desafío que va mucho más allá de lo meramente político, y además, está claro que la única opción válida es ganarle; perder las elecciones y viabilizar un nuevo mandato masista no solo supone la peor manera de perecer como clase política, sino, la consolidación de un proyecto dictatorial de largo alcance en el que, ni ellos ni sus hijos podrán actuar democráticamente, es decir, si la oposición no logra unirse y vencer al MAS, pasará a la historia como la derrota más espantosa del sentimiento democrático, y sus protagonistas como los traidores más abominables de la historia nacional.
Este terrible juicio de valor se fundamenta en la certeza de que nunca –desde la asunción del MAS al poder en el 2005– las fuerzas de oposición tuvieron una posibilidad más clara y expedita de ganarle. Tan clara que solo se requiere unión y voluntad política democrática, si no lo hacen ha de ser porque primaron intereses mezquinos por encima de cualquier otra opción verdaderamente patriótica y democrática, y si esto sucede, tendremos que recordarlos como la peor generación de los últimos siglos, esa que no llegó a los talones a la generación de la democracia y ni siquiera a la suela del zapato de la generación del centenario, allá en los albores del siglo XX.
Vivimos pues un momento en que de verdad el destino de la nación y el legado de una generación se juegan en un proceso eleccionario rodeado de incertidumbres, temores y amenazas de las fuerzas más oscuras de la historia nacional.