Como se sabe, los conflictos por la tierra en el país se concentran, por el momento, en el departamento de Santa Cruz, específicamente, en la zona de expansión de la frontera agrícola que viene siendo promovida por el gobierno del MAS, es decir, en la Chiquitania; territorio donde habitan pueblos indígenas que reclaman por el avasallamiento de sus territorios y de las reservas forestales, por la titulación de sus tierras y que exigen la aplicación de la ley agraria que prioriza la repartición de tierras a gente del lugar que no la tiene o la tiene en forma insuficiente.
Estas poblaciones indígenas están sufriendo las consecuencias de dos procesos que han desatado intereses para acceder a tierras fiscales en esta región. Por un lado, la proximidad del fin del reparto de la tierra en el país, y especialmente en Santa Cruz; y por otro, la propuesta gubernamental de incrementar la producción agropecuaria de exportación a través de la expansión de la frontera agrícola en las tierras bajas.
La reforma agraria, vista como el largo proceso de distribución y redistribución de tierras que se inició en 1953 y que aún sigue en curso, permitió a campesinos e indígenas acceder a la posesión de la tierra por la vía de la propiedad privada, la propiedad comunal o tierras comunitarias de origen, restituyéndose en parte tierras o fragmentos de territorios que les fueron despojados a los mismos.
Sin embargo, tal como señala el propio gobierno del MAS, en el “Plan del sector agropecuario y rural con desarrollo integral para vivir bien 2016-2020” del Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras (MDRyT), “el ciclo benéfico de ese proceso tiende a agotarse en la medida en que no todo el territorio es económicamente explotable, que los productores carecen de seguridad sobre su propiedad, que se han producido distorsiones de concentración y fragmentación de la propiedad y que la tierra se ha convertido en un bien escaso”.
En otras palabras, a tiempo de reconocer que el gobierno del MAS no ha sido capaz de frenar las tendencias propias del capitalismo agrario hacia la concentración de la tierra y de superar el masivo minifundio en las tierras altas, anuncia también la proximidad del fin del gran ciclo del reparto agrario iniciado hace más de medio siglo, avizorando que, en el futuro próximo, será el mercado el mecanismo a través del cual los campesinos pobres podrán acceder a la tierra.
Según información brindada por el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), hasta el 31 de diciembre de 2020 ya se habían saneado 90,7 millones de hectáreas (88% del total de tierras sujetas a saneamiento) quedando por sanear 12,3 millones de hectáreas. En el caso de Santa Cruz, donde se están concentrando los conflictos por la tierra, ya se han saneado 31,5 millones de hectáreas con derechos propietarios (90% del total).
Según datos proporcionados por la Fundación Tierra, en este departamento existen 6 millones de hectáreas de tierras fiscales para su redistribución, de las cuales solamente 2 millones presentan características que las hacen apetecibles. Estos datos anuncian, ciertamente, que el proceso de distribución de tierras en Santa Cruz está muy cerca de finalizar y que, además, son muy pocas las tierras con valor presente y futuro susceptibles de ser obtenidas a través del reparto agrario.
Pero también el gobierno, al promover la expansión de la frontera agrícola como medio para incrementar la producción agrícola y ganadera de exportación, ha desatado otro factor de presión por el acceso a las mejores tierras, acrecentando tanto intereses de empresarios y campesinos ricos ávidos de acumular tierras, así como de otros —relacionados al poder político— claramente vinculados con el tráfico de tierras.
Recientes investigaciones de campo dan cuenta que, a partir de 2011, el INRA empezó a autorizar asentamientos en la región de la Chiquitania y se estima que actualmente existen alrededor de 1.400 “comunidades” mayoritariamente fantasmas, pues, aunque existen efectivamente en la documentación oficial, en realidad no son habitadas por los supuestos beneficiarios. Se trata de “comunidades campesinas” conformadas mayoritariamente en centros urbanos —como Yapacaní, San Julián, Santa Cruz de la Sierra, Villa Tunari y Quillacollo, entre otros— con el objetivo de acceder a tierras fiscales y obtener lucro de las mismas a través del mercado de tierras.
Mucho antes que se diera la publicidad que hoy tiene el tráfico de tierras fiscales en Santa Cruz, ya se tenían evidencias que indicaban que una buena parte de los beneficiarios de tierras fiscales vendían y alquilaban las mismas a empresarios agropecuarios y campesinos ricos articulados a las cadenas agroindustriales.
Es importante señalar que el modelo agroexportador no sólo tiene como base de sustento la producción primaria de medianos y grandes empresarios nacionales y extranjeros, sino también se nutre con el aporte de los llamados “campesinos interculturales” que de campesinos tienen muy poco o nada pues producen habitualmente con el concurso de fuerza de trabajo asalariada. Estos pequeños capitalistas, o en muchos casos capitalistas plenos nacidos de los procesos de diferenciación social en las zonas de colonización, son generalmente la punta de lanza del avance de la frontera agrícola que con el beneplácito del gobierno avasalla territorios indígenas, reservas forestales y áreas protegidas.
Mientras tanto, los campesinos e indígenas con poca tierra o sin ellas que viven en la región chiquitana van quedando al margen del proceso distributivo de tierras con el argumento gubernamental —falso, por cierto— de que se estaría entregando tierras a campesinos pobres del occidente del país.
Enrique Ormachea Saavedra es investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA)