La Paz, 04 de octubre de 2024
Una noche antes de que Eduardo muriera, lo soñé en una silla de ruedas, muy delgado y con un gorro que no sé si alguna vez usó. Me acercaba y le ponía la mano en su frente y le decía que iba a mejorar. Él respondía que ya no... Dado que no he logrado interpretar ese sueño de otra forma que no fuera una despedida, ocupo mi columna –como lo han hecho otros con el mismo afecto– para decirle a-Dios.
Al padre Pérez (nunca lo llamé así) lo conocí personalmente a comienzos de los 2000 (en pleno auge del ciclismo, los Carros de Fuego y los líderes de opinión). Mi proximidad con los jesuitas –venía yo del Colegio Sagrado Corazón de Sucre– me daba, creo, licencia para tutearlo, igual que había tuteado a mis profesores en secundaria. Pero esa manera natural de acercamiento terminó siendo una muestra de lo irreversible: Gonzalo, con quien me casé luego, y que me había presentado a Eduardo, llevaba iniciado, sin que él mismo lo advirtiera entonces, el camino hacia la Compañía de Jesús. Soy responsable por tanto, de haber interceptado una vocación y de que tengamos un sacerdote menos.
Presumo que en esa mezcla de pragmatismo y espiritualidad, Eduardo se permitiría perder un maestrillo, pero no un amigo que sentía como a un hijo. Y así ganó una “nuera”. Comía seguido en casa mientras sonaba el Concierto de Aranjuez, con el que debíamos recibirlo.
En su determinación y fuerza –tal vez heredadas de su padre, que fue policía en España– y su histrionismo, asumía riesgos. Al poco tiempo del asesinato de Luis Espinal, Eduardo detectó que en la esquina de radio Fides se paraba todas las tardes un hombre con gafas oscuras. Él creía ser el próximo en la lista, de modo que tomó el revólver que su papá le había enviado, se acercó al misterioso tipo, le hincó el cañón a un costado del estómago y le susurró: “dile a tu jefe que si te vuelvo a ver a ti o alguno de los suyos por aquí, le voy a sacar la grasa”. Nunca sabremos si ese hombre era uno de los esbirros de Arce Gómez o solo un padre de familia del Colegio San Calixto; pero el fulano no volvió.
Tampoco le temía al error. Cuando no ejercía una falsa modestia con su “soy un extraterrestre que no entiende nada”, jugaba con las imprecisiones. Y tal como erró al señalar que Manfred había ganado la presidencia, una madrugada abrió La Hora del País con una afirmación arbitraria mía, que tenía que ver con un incidente de un avión del Lloyd. Mi asociación con Tito Asbún y Raúl Garafulic (padre) que él aceptó y repitió sin más, era incorrecta. Casualmente Gonzalo escuchaba el programa en ese momento y lo llamó para preguntarle de dónde había sacado eso. Eduardo solo contestó: “La Daniela me dijo”…
Invitados por otro querido jesuita que hacía su obra en Oruro, partimos con Eduardo, Gonzalo y Álvaro, mi hijo mayor (entonces de seis años) a visitar la mina de Morococala. Los casi 5.000 metros de altura y los -15°C de temperatura se aplacaron con la sopa de maní ofrecida en un cálido y numeroso hogar de uno de los centros mineros; y con el café negro bien cargado que otro buen samaritano nos convidó, sin que me diera la autoridad para negarle el permiso de tomarlo a Álvaro, que llevaba resistiendo por varias horas los extremos climáticos con tal de entrar finalmente a la mina. Pero ello no ocurrió: “Los niños no entran”. La situación se desbordó; Álvaro lloraba amargamente, el encargado le ofrecía recoger minerales en los alrededores y Eduardo pedía que “la guagua dejara de llorar, que ya entraría cuando fuera grande”.
Años después, aprovechando un feriado religioso, acompañaríamos a Eduardo a conocer el hotel ecológico Chalalán en el Parque Nacional Madidi. Mi fobia a los aviones me tenía indecisa y le confesé mi temor. No esperaba de él una respuesta condescendiente, pero su “pues si se cae el avión, se cae nomás”, me envalentonó. Y terminé abrochándome el cinturón de seguridad en esa lata de sardinas diminuta que volaba entre los picos de una cordillera que me pareció más temible que nunca. La mañana siguiente llegó la noticia de que esa misma nave había caído en el Altiplano cuando hacía el mismo trayecto.
Nos aguardaban cinco horas de navegación río arriba sobre el Beni y el Tuichi. Embarcamos en un bote que compartimos con una familia con niños y los guardabosques. Cuando llevábamos algo más de la mitad del recorrido, el barquito fue a dar contra una roca enorme, lo que provocó que se partiera. En tanto había que salvar al padre (y de paso al resto de los pasajeros), los capitanes unieron fuerzas y lograron orillarnos. Ya en tierra los lugareños nos plantearon dos opciones de supervivencia mientras esperábamos el rescate: “Nos quedamos en la playa y vemos qué hacemos cuando al atardecer comiencen a merodear los borochis, o entramos al bosque y nos acribillan los bichos”.
Una vez elegida por unanimidad la primera alternativa, alguien le pidió al “padrecito” celebrar una pequeña misa (debíamos agradecer estar vivos y rogar seguir estándolo). Lo que no sabía esa señora, era que el padrecito tenía sus manías, que en este caso no atendían a su rebeldía (solamente), sino al Derecho Canónico: era Viernes Santo y “en Viernes Santo no se celebran misas”. Las súplicas familiares no lograron cambiar la decisión. Gonzalo y yo nos reíamos discretamente de la ingenuidad de esos pobres feligreses.
Antes de que atardeciera llegó la lancha “auxiliadora”. Iba a anochecer pronto, así que el viaje al Chalalán quedaría para otra ocasión. Debíamos volver sobre nuestras olas y navegar río abajo. Dormimos en un albergue y de ahí en más nos entregamos a Rurrenabaque.
Van a disculpar pero es que, aunque el último tiempo lo vimos menos, haber conocido a Eduardo me ha llenado de entrañables y graciosos recuerdos estos días.
Daniela Murialdo es abogada.