La mayoría de los
líderes que llega a Palacio de Gobierno es víctima casi inmediata del virus de
la “refundación”. Ya presidentes, con los símbolos distintivos de la
investidura en el pecho, se asoman a la galería de retratos de sus antecesores,
sobre todo del más cercano, y llegan a una conclusión: hay que cambiarlo todo.
No importa si hay temas en proceso. Lo que se hace es subrayar la diferencia y, en ese afán, así como se barre los pasillos burocráticos para no dejar ni el polvo del pasado, también van al archivo los proyectos heredados y se encomienda a los “inquisidores” de turno la condena sin juicio de los presuntos culpables. –¿De qué?– No importa, de estar antes de mí o de lo que sea. Usted invente algo, licenciado.
La ruptura y no la continuidad son norma. Todo inicio de gestión es una especie de revolución, con ajuste de cuentas incluido. De hecho, durante los primeros meses es frecuente que el presidente ponga más interés en mirar hacia atrás que en plantear políticas que aterricen el contenido de sus propuestas electorales.
La refundación ha sido siempre un problema en Bolivia y uno de los obstáculos principales para garantizar la continuidad de las políticas de Estado no solo en la economía, sino en áreas de enorme sensibilidad e importancia como la educación y la salud.
La reforma educativa de fines de los 80 no se parece en nada a la norma que rige hoy para la formación de los bolivianos, el impulso que recibió la salud en los primeros años de la democracia no tiene nada que ver con la amarga situación que vivimos hoy, los cambios en la justicia aprobados en los 90 y que parecía apuntaban a una transformación importante, quedaron peor que en nada. Incluso la capitalización corrió la misma suerte, pese a que fue una idea innovadora que posiblemente debió corregirse, pero no demolerse.
Si de antemano se parte con la idea de que el otro o la otra lo hicieron mal, entonces la idea es no rescatar nada, aunque ello implique el desperdicio de tiempo, recursos, capacidades y, lo que es peor, del sentido de oportunidad para poder resolver una crisis, atender una urgencia o evitar una tragedia si se logra completar lo que comenzó antes.
Pero el objetivo no es ese, no. La realidad debe someterse al discurso y no al revés. Y entonces pasan cosas como las que enfrentamos hoy. Una pandemia descontrolada por falta de previsión o, más bien, por improvisar en lugar de continuar y cientos, miles de personas expuestas a contraer una grave enfermedad solo porque, supuestamente, hay que hacer las cosas de otra manera.
Se sabe, por ejemplo –la documentación existe y es pública– que entre julio y octubre del año pasado, el gobierno anterior encaminó gestiones para la adquisición de prácticamente todas las vacunas que se desarrollaron para combatir el COVID 19 y que inclusive se consiguió el financiamiento de organismos internacionales para poder financiar la compra.
En el caso de la vacuna de Oxford, por ejemplo, se solicitó la reserva de cinco millones de dosis, previa certificación de eficacia y calidad, a un precio de 4,5 dólares, y en septiembre la reserva de 3,5 millones de dosis de Sinovac Biotech. También se adelantaron contactos para adquirir la rusa Sputnik V. Todos estos trámites estaban en marcha y se interrumpieron solo porque se declaró una pausa administrativa previa a la transición.
La continuidad no es mala y menos en estos casos. Si había un precio prácticamente acordado y aparentemente óptimo –el gobierno actual solo dijo que menos de 10 dólares– por la vacuna de Oxford no había mucho que negociar, salvo los aspectos relativos a los avales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de otras instancias responsables de la certificación internacional de este tipo de insumos.
Ningún funcionario del actual gobierno, ni siquiera el Ministro de Salud, se refirió a la existencia de estas compras en proceso. Por el contrario, el presidente Luis Arce solo dijo que la población debía aguantar el COVID, como lo hizo con “el gobierno de facto de Jeanine Añez”, una referencia que no deja de ser mezquina si se conocen los antecedentes.
Y es que otra de las consecuencias de la refundación es la demoledora lupa crítica a través de la cual se ve el pasado y un sentido absurdo de lealtad que transforma las ideas en dogmas, a los militantes en devotos y a los adversarios en una suerte de herejes a los que hay que satanizar.
Ruptura y demora han sido los elementos que convierten los cambios de gobierno no en el acto democrático de un país que continúa desarrollando una historia, sino en un nuevo punto de partida construido sobre las bases frágiles de la sospecha y a veces –casi siempre– de la venganza.
Y este virus desgraciadamente integrado a la cultura política es el que agrava las enfermedades reales e impide que se combatan con algo más de sensatez y éxito todos los males. La refundación continua, la reinvención caprichosa del país, el maquillaje ideológico quinquenal, la máscara de coyuntura con la que se pretende simular la realidad, han hecho históricamente más daño que las propias pandemias y eso es algo que, de verdad, ya no tenemos porqué “aguantar”.
Hernán Terrazas es periodista.