“La mentira tiene piernas cortas”, dice el refrán, pero mientras corre puede acarrear grandes males. Y mientras más grande la mentira, peores y más dolorosas sus consecuencias. Además, la mentira asume muchas formas. Una de ellas es el fraude; otra, la falta de fidelidad. La verdad, en cambio, ha sido el fundamento de la civilización y de la ciencia. Su búsqueda –la obsesión perenne del hombre– nos ha traído los más grandes adelantos humanos, en todas las ciencias. No se hubiera podido desarrollar, por ejemplo, la vacuna contra el Covid-19 en tan pocos meses si no hubiéramos descubierto la verdad acerca del ADN humano. Por ello se dice que la verdad nos libera.
La mentira, por el contrario, nos esclaviza. Donald Trump se lanzó a la política con olímpica irreverencia hacia los íconos del partido republicano. Ganó las primarias insultando y humillando a sus contendientes para el deleite de las bases populares de su partido y, por supuesto, el de la oposición y de los medios de comunicación que celebraban a diario sus improperios. Nadie pensaba que ese demagogo pudiera llegar a la presidencia de la mayor potencia mundial. Y allí llegó. Inauguró su presidencia lanzando ya la primera gran mentira, enorme, por el hecho de que la hacía desde el altísimo púlpito de la presidencia de los Estados Unidos. Se estrenó, sin un asomo de pudor, afirmando que su acto de posesión había atraído la mayor concurrencia de la historia. Mentira. La del primer presidente afroamericano, Barack Obama, en 2008, fácilmente pudo haber duplicado la suya.
La presidencia de Trump tuvo dos ejes: la irreverencia ante el establishment y la mentira. Ocultó la verdad sobre la gravedad de la pandemia y en el más reciente embuste y el de peor consecuencia dijo que le habían robado la elección con un gran fraude. ¡Otra gran mentira! En consecuencia, se produjo el primer intento real de un golpe de Estado en los EEUU. Y él se marchó haciendo un derroche de perdones presidenciales a sus cómplices de crimen, antes de salir por la puerta trasera de la Casa Blanca, sumido en el oprobio.
Algo parecido le tocó vivir a Bolivia el año 2000. Felipe Quispe, el “Mallku”, se alzó con la insolencia de declararse presidente indígena de los territorios aymaras precoloniales, cuestionando la legitimidad de las instituciones republicanas de Bolivia. Un acto de sedición flagrante, penado por la Constitución. Nadie pensaba que este otro demagogo tuviera trascendencia alguna. Pero la tuvo, y mucha. La oposición celebró sus desmanes verbales, empezando por el MNR y los medios de comunicación, fascinados por los improperios que lanzaba contra las instituciones republicanas y sus legítimos representantes. Lo convirtieron en una celebridad mediática.
Pero las palabras tienen consecuencias y ese año la República no fue defendida por el gobierno con el rigor y la severidad que demanda la Constitución, lo que desató un proceso de deslegitimación política e institucional, violatoria de nuestra Carta Magna, que llevó a la quema impune de edificios públicos y de partidos políticos por turbas violentas. Entonces, se confundió el ataque al gobierno cuando en realidad el ataque fue a la República. Terminamos perdiendo ambos, la República, que ya no es más, y la democracia, subvertida y reemplazada por un régimen de la turba, fascistoide y corrupto.
Pero así como Donald Trump terminó saliendo por la puerta trasera, su gemelo político en Bolivia, Evo Morales, hizo lo propio tras el rechazo mayoritario de la ciudadanía indignada por su gran mentira, la del fraude electoral. Y hoy lo tenemos de regreso con otra gran mentira: que fue derrocado por un golpe de Estado. Al igual que Trump, Morales no puede aceptar la verdad de que Bolivia se hartó de él. Así como también se hartaron de él la mejor gente de su propio partido. Para sostener la gran mentira del “golpe de Estado” y, además, negar el fraude cometido en octubre de 2019, Morales y su “Maduro” han procedido a gobernar como si su más reciente gran mentira fuera verdad.
Ello pasa
por bautizar al gobierno de transición como “de Facto” (así con mayúscula). Transición
durante la que estuvo vigente ¿“de facto”? su Asamblea Nacional. La misma que
aceptó su renuncia a Morales e invistió como presidenta a Jeanine Añez. La
misma Asamblea que dictó leyes y bloqueó los fondos internacionales que Bolivia
tenía como sus cuotas en el FMI, que en forma de emergencia ese organismo hizo disponibles
a todos los países miembros para atender la pandemia global. Ese bloqueo sólo tenía
como macabro fin asfixiar al gobierno transitorio. Ello, junto al cerco y
bloqueo de La Paz, por instrucciones de Morales, que impidió el ingreso de oxígeno
para hospitales, causando, además la muerte de otros cientos, sino miles de
bolivianos.
Esos son dos crímenes de lesa humanidad por los que tendrán que responder ante
la ley, cometidos por el MAS con el fin de propiciar el fracaso de la gestión
de “la oposición” y poder más adelante, como lo hacen ahora, endilgarle la
crisis acumulada en 14 años de desgobierno masista.
Finalmente, para sustentar su mentira del golpe de Estado, Morales le ha infringido a su partido su propio golpe letal al “castigar” a aquellas autoridades parlamentarias que “tuvieron que dar la cara”, que lejos de huir o asilarse, actuaron con responsabilidad y coraje ante la emergencia institucional que causó él mismo exigiendo la renuncia de toda la cadena de sucesión constitucional. En su reemplazo, Morales eligió como candidatos a los violentos e incondicionales, a los “llunkus”, a costa de su mejor gente, de los mejores bolivianos dentro de su partido como Eva Copa, a quienes excluyó, con el consecuente silletazo y fracaso electoral del MAS en las elecciones recientes del 7 de marzo.
*Ronald MacLean Abaroa fue alcalde de La Paz y ministro de Estado