En los últimos 70 años, en Bolivia, hemos
experimentado con casi todo tipo de modelos económicos y regímenes de gobierno;
sin embargo, de haber estado muy cerca a los promedios de América Latina en
varios indicadores económicos y sociales entre 1950 y 60, hoy quedamos entre
los cuatro países más pobres de la región; ni con la mayor bonanza económica de
nuestra historia –y, proporcionalmente, de América Latina (2005 a 2015)–, hemos
podido salir de ese “selecto” grupo.
El habernos quedado rezagados respecto a la región implica que algo hicimos mal, o no hicimos. Aunque sabemos que la dependencia extrema de nuestra economía en el extractivismo es un rasgo que nos distingue en la región, lejos de reflexionar seriamente sobre este factor como la causa, en los últimos 50 años se culpa de nuestro atraso a nuestra difícil geografía, al enclaustramiento territorial o, por supuesto, al imperio.
Sin eximir a estos –y muchos otros factores, de posible culpa– lo evidente es que existen íntimas interrelaciones entre distribución del ingreso, demanda, consumo, producción, empleo, crecimiento, equidad, medio ambiente y, por último, desarrollo. Los grados y formas en los que esas interrelaciones son articuladas determinan la diferencia entre crecimiento y desarrollo; definen la naturaleza, la cantidad y la calidad del empleo; los criterios de bienestar, etc.
Por ello, el subdesarrollo, la precariedad del empleo o la exclusión social no resultan de leyes económicas inexorables, sino de políticas concretas establecidas “por acción u omisión”.
En el diseño de las políticas económicas predomina el enfoque centrado en indicadores macroeconómicos: la meta es crecer y, en el fondo, el desarrollo y la reducción de la pobreza no son rasgos necesarios del crecimiento; para esas políticas, controlar la inflación importa más que crear empleo; la redistribución (bonos) es políticamente preferible a la mejora real del poder adquisitivo de los salarios.
En general, la prioridad de las últimas décadas ha sido buscar el crecimiento centrado en exportaciones de recursos naturales; para ello, la inversión (pública y privada) se concentra en sectores intensivos en capital, en infraestructura o servicios, pero que no generan empleo permanente ni mejoran las remuneraciones para amplios sectores de la población. En los hechos, no hay apoyo a la estructura productiva interna, única capaz de agregar valor y crear empleo; las autoridades tienden a justificar la mala distribución primaria porque “el capital es el factor escaso”; celebran el cuentapropismo forzado (empleo precario y autoexplotación laboral), como expresión de “emprendedurismo” que es alentado con la “profundización financiera”; ahogan a los contribuyentes capaces de crear valor y empleo para cumplir “metas de recaudación”; persisten en el patrón extrativista “para redistribuir excedentes” (¿el goteo neoliberal desde el Estado?); y hablan de la diversificación productiva, pero fortalecen el boliviano “para abaratar las importaciones”.
Tenemos la alternativa de repetir las mismas fracasadas recetas que aplicamos en diferentes momentos del pasado, y llegar a los mismos resultados o, de una vez, optar por un nuevo paradigma de desarrollo. Es un caso de “incompetencia política”, más que de incapacidad económica. Pero llegamos a esta situación porque la sociedad no ha definido las metas de desarrollo con las que deberían comprometerse los políticos; en ausencia de objetivos específicos, no existen criterios para valorar la pertinencia o no de lo que los políticos ofrecen: “si no sabes dónde ir, cualquier camino es bueno”; o puesto de otra manera, como un problema es un obstáculo que impide alcanzar un objetivo, si no se tienen objetivos concretos, no es posible identificar ni definir los problemas que impiden alcanzarlo.
El COVID-19, con todo el dolor y los sacrificios que impone, tiene la virtud de desnudar nuestra precariedad, mostrando en toda su dureza el fracaso de las políticas de desarrollo y, muy especialmente por su cercanía, la farsa del desarrollismo consumista que nos ofrecía “igualar al bienestar de Suiza” mediante la Agenda 2025. En este sentido, tenemos la oportunidad de reflexionar, críticamente, sobre cuán bajo estamos respecto a dónde podríamos, y deberíamos, estar.
Si bien la emergencia de la crisis demanda respuestas inmediatas de los gobernantes, las secuelas sociales, políticas y, particularmente, económicas, estarán con nosotros por largo tiempo. Tenemos la alternativa de repetir las mismas fracasadas recetas que aplicamos en diferentes momentos del pasado, y llegar a los mismos resultados o, de una vez, optar por un nuevo paradigma de desarrollo.
¿Tiene sentido seguir haciendo lo mismo? Un nuevo paradigma implica cambiar los modelos mentales bajo los que analizamos la realidad buscando identificar los caminos y los obstáculos que impiden alcanzar objetivos específicos de desarrollo. En el contexto actual significa articular la gestión inmediata de la crisis de salud con las estrategias de recuperación de la economía a mediano plazo y con la construcción de las estructuras básicas para el desarrollo sostenible a mediano y largo plazos.
Para hacerlo se requiere una sociedad comprometida con los objetivos compartidos de desarrollo y un liderazgo político capaz de guiar hacia las metas. “Gobernar obedeciendo al pueblo” cuando al pueblo se le venden espejismos porque no ha reflexionado sobre sus objetivos, u ofrecer soluciones a los sectores sociales con el objetivo único de captar votos, son propuestas deshonestas y demagógicas típicas del caudillismo. Necesitamos el liderazgo de equipos de gobierno comprometidos con una visión de desarrollo.
Estos son los desafíos: ¿tendrá la crisis ocasionada por el coronavirus la virtud de despertar en la clase política el sentido de servicio y de responsabilidad social que los impulse a recuperar la credibilidad y la legitimidad ante la ciudadanía, para asumir el liderazgo?
Enrique Velazco Reckling, director de INASET, es experto en temas de desarrollo.