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03/12/2020
H Parlante

El reino del Diez

Rafael Archondo Q.
Rafael Archondo Q.

Diego Armando Maradona (1960-2020) superó raudamente la pobreza que parecía haber emboscado su nacimiento, cuando siendo un chico de nueve años se mudó a vivir con su familia a un departamento alquilado para él, como anzuelo inaugural del club Argentinos Juniors, su primera divisa hasta 1980.  De Villa Fiorito, barriada pobre donde su padre le prohibía salir a jugar, quedó solo el resorte para propulsar el mito del pibe greñudo surgido desde los arrabales de la sociedad argentina.

A partir de su entrada triunfal a los estadios, millones de dólares e hinchas empezaron a fluir hacia este nuevo astro del firmamento futbolístico. En sus 60 años de vida, no padeció penurias monetarias ni coleccionó necesidades insatisfechas. Al contrario, sus angustias gravitaron en torno a qué hacer con tanta desmesura.

En 1975 se enamoró de Claudia Villafañe, su novia adolescente, que cubrió al Diez con su sombra tutelar hasta el día en que éste cerró los ojos para siempre. Fue esta rubia trivial, quien terminó decidiendo quién podía franquear la entrada a los magnos funerales de la rizada divinidad nacional.  Mil veces traicionada por quien, siendo un mujeriego insaciable, la calificaba teatralmente como el amor de su vida, la Villafañe defendió su triangular cuartel femenino, que sirvió de blindaje para las dos hijas mayores del Diego: Dalma y Giannina, las únicas que compitieron con Fidel y el Che en el cuerpo tatuado del goleador. Engolosinado consigo mismo, Maradona no volvería a compartir su corazón con nadie que no fuera él mismo.

La lenta caída de Diez empezó mucho antes de que eludiera como flecha solitaria a toda la defensa inglesa en el estadio azteca. Se habría jodido cuando reclutó a Guillermo Coppola como su representante en el mercado de piernas de la Argentina. Coppola lo habría acercado a la vida nocturna de la que nunca pudo zafarse pese a tantos conjuros.  Ahí descansa la clave para leer la vida política de Maradona, en la compañía sostenida de los “amigos del campeón”.  Ellos fueron su equipo fuera de las canchas.  Por sus retinas pasaron las inagotables noches de discoteca y galope que le dieron al Diez un número hasta ahora solo pre confirmado de ocho hijos en seis madres de tres nacionalidades.

En 1999, Maradona regresaba desfondado a Buenos Aires. Derruido por sus fracasos y maniatado por la cocaína, terminó el primer 20 de enero del nuevo siglo en una cama del sanatorio de Cantegril en Punta del Este, en la orilla oriental del Río de la Plata. Tocaba fondo. Tras dormir dos días seguidos, despertó a una nueva conciencia, que rápidamente se tiñó de política. Esa crisis adictiva lo llevó al centro de rehabilitación de La Pradera, en las afueras de La Habana, Cuba. Iniciaba la pantomima de la purificación sobre suelo socialista.

El análisis de los cuatro años caribeños del astro argentino permite esclarecer signos y señales posteriores. Maradona llegó a la isla bajo el ala protectora de Fidel Castro, de quien recibió mucho más que una gorra como obsequio. Acababa de abandonar a su familia y al fútbol, se había teñido el pelo de naranja, caminaba con esfuerzo por el sobrepeso y gozaba de la opacidad comunista. Muchas de las cosas que hizo en Cuba han empezado a saberse ahora que ha muerto.

No se bajó del tren de su paternidad irresponsable, con lo cual añadió tres nombres cubanos a su lista de posibles herederos, averió para siempre su rodilla empotrado como quedó, después de chocar el vehículo que conducía hacia Matanzas, pignoró sus millones gastándolos en whisky, piscinas y golf. Como otras celebridades, disfrutó de los discretos privilegios, que son rutina entre la clase gobernante cubana y sus huéspedes aliados.  Mientras más se atisba sobre esa estadía, más similitudes se juntan entre las vidas de Maradona y el millonario Jeffrey Epstein, con la diferencia de que éste último se compró una isla en vez de usufructuarla.

Ni él ni los amigos del campeón se interesaron por separar sus escandalosas vidas personales de las innegables hazañas esgrimidas en el campo de juego. Maradona era mago futbolístico y playboy de un modo indivisible.  En Cuba no comulgó con los que peor vivían, sino con esa nata social mimada, glotona y petulante, que encarcela a los artistas que ayunan en el barrio habanero de San Isidro. En Cuba, Maradona fue compadre de los explotadores, mientras en Argentina o en la FIFA se ponía del lado de Villa Fiorito. Y es que con guita, la Revolución puede llegar a ser una fiesta interminable. 

Rafael Archondo es periodista.



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