La
interpretación del pensamiento y la personalidad de Jorge Bergoglio (Papa
Francisco) depende del lente de sus observadores.
Los “progres” lo ven como un timorato sostenedor de los procesos de transformación emprendidos por la izquierda, sobre todo latinoamericana, aunque, en el fondo, como un aliado de los movimientos sociales. Sin embargo, los progres latinoamericanos (los mismos negacionistas del fraude) en su mayoría no ahorraron ácidas críticas y calumnias contra el recién elegido Papa.
Los neoconservadores (“neocones”), a su vez, no lo bajan de simpatizante de los frentes del Alba, Foro de Sao Paulo y Grupo de Puebla. Indudablemente, Francisco aparenta mayor simpatía por los peronistas que por los macristas y se muestra más condescendiente con Evo que con Bolsonaro, para ir a los extremos.
Algunas de esas percepciones encuentran asidero en acciones y señales concretas que suelen relacionarse con el entorno de Bergoglio, conformado por polémicos asesores y antiguas amistades gauchas. Sin embargo, si el Papa Francisco ha aprendido (a golpes) a lidiar con la Curia Romana, con mayor razón es de esperar que pueda lidiar con demagogos diletantes.
Un importante apunte vino del mismo Papa en el discurso más político de su visita a Bolivia, cuando -en Santa Cruz – manifestó su entusiasta adhesión al proceso de cambio, pero en cuanto “proceso”; lo mismo que desear un queque no implica necesariamente tragarse un queque de coca. En otras palabras, el cambio anhelado desde nuestra visión de la sociedad y del desarrollo es un proceso dinámico que puede resultar en un éxito o un fracaso, dependiendo de cómo se lo lleva a cabo.
La reciente encíclica “Fratelli tutti”, que yo traduciría “Hermanas y hermanos”, dedica el capítulo quinto (en particular los numerales 154-169) a temas álgidos de la política contemporánea. Juan Manuel De Prada, en el diario ABC de Madrid, insinúa críticamente que la encíclica tiene rasgos más personales que universales: “A Francisco… lo empequeñece el miedo al fracaso”. En el contexto del regreso del péndulo político latinoamericano hacia el centro democrático, esa insinuación cobra cuerpo en la crítica franca y directa que dirige Francisco al populismo, como contrapeso a la habitual y justa crítica al liberalismo, como queriendo tomar distancia de los fracasos de ese modelo.
Francisco empieza apuntando a las raíces comunes de ambas conductas: el desprecio a los débiles que, para los “neocones”, son los perdedores, indigentes y migrantes, y, para el otro bando, son los opositores, los diferentes, los indígenas pobres. Mismos intereses, diferentes justificaciones (155).
Luego la encíclica señala que “pueblo” (una categoría mítica fundada en identidad y pertenencia) no encaja necesariamente en el populismo, una conducta que, cuando es buena se vincula con lo popular, pero que, si se extravía, solo genera polarización en la sociedad.
De hecho, el Papa fustiga “la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder”. El insano populista -añade el Papa- exacerba las bajas inclinaciones de un sector de la población y cae “con formas groseras o sutiles en un avasallamiento de las instituciones y de la legalidad” (159). A buen entendedor…
Un atributo del populismo -sigue Francisco- es el inmediatismo que se revela cuando respuestas pasajeras como los bonos se vuelven permanentes (161) en perjuicio del desarrollo económico. Lo verdaderamente popular, concluye el Papa, es un trabajo digno, resultado de un cambio profundo del modelo de desarrollo, en el cual se valore la capacidad y el esfuerzo.
Francesco Zaratti es físico.