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Vuelta | 12/06/2023

El picante de lengua y los sinsabores nacionales

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

En el ránking de libertad económica elaborado por la Fundación Heritage, Bolivia ocupa uno de los últimos lugares. Junto a Surinam, Venezuela y Cuba, está considerado entre los países “reprimidos”, muy lejos de los “libres”, “mayormente libres” y los “moderadamente libres”. La lista la encabezan Singapur, Suiza, Irlanda y Taiwan, con calificaciones que están por encima de 80 sobre 100.

El índice considera aspectos como el estado de derecho, el tamaño del gobierno, la eficiencia regulatoria y los mercados abiertos. Bolivia tiene nota de aplazo en todos esos indicadores. Por lo tanto, no es el mejor país para invertir o hacer negocios, lo que se nota porque mientras los flujos de inversión se dirigen hacia los países vecinos en rubros como el de la minería, los hidrocarburos y, sobre todo, el litio, en las fronteras bolivianas los interesados brillan por su ausencia.

Y esto es particularmente grave en el caso del litio. Las provincias del norte argentino, por ejemplo, se han convertido en el foco de atención de empresas de diferentes nacionalidades que quieren ser partícipes del boom de un mineral que desde hace tiempo ya pugna con combustibles fósiles para convertirse en una de las fuentes de energía limpia más importantes del futuro.

Bolivia tiene las mayores reservas de litio del planeta, pero está lejos todavía de ser uno de los mayores exportadores, en una carrera en la que competidores como Argentina, con menos reservas, pero con más inversión y desarrollo de sus yacimientos, llevan la delantera.

Sin explotar, el litio solo tiene un valor simbólico, como los yacimientos de gas que seguramente permanecen en las profundidades de la tierra en Sucre, Santa Cruz o Tarija por falta de la inversión que, en su momento, pudo haber logrado que las reservas disponibles crezcan y el negocio se mantenga incluso con precios internacionales más bajos.

Pero, desde hace algún tiempo que aquí los gobiernos manejan un curioso concepto de soberanía sobre los recursos naturales. Es decir, son muy estrictos para elegir a los socios inversionistas, les ponen muchas trabas, sobre todo ideológicas, y establecen como condición que, si ellos ponen la plata, nosotros tenemos el control de toda la cadena.

Obviamente, así no vamos muy lejos, como lo demuestra el prematuro fin de la era del gas.

En otros países, con gobiernos afines ideológicamente, como Argentina, son bastante más abiertos con la inversión privada extranjera y por supuesto que tienen más “libertad económica”, lo que se refleja en la pujanza de sectores como el de los hidrocarburos y el litio, entre otros, que prometen ser una fuente de prosperidad y, por lo tanto, de bienestar para la gente en los próximos años.

Detrás de todo hay un trauma nacional, que se agrava en los tiempos de gobiernos populistas que enarbolan las banderas de una izquierda anticuada, que hace ver al inversionista extranjero e incluso al empresario local, como un potencial conspirador. Lo peor es que las reglas del juego se proyectan con base en este prejuicio, lo que en un país donde el estado no tiene muchos recursos para invertir determina que la riqueza sea siempre una remota posibilidad, una ilusión que suele terminar en la más dolorosa de las frustraciones.

Es una pena, pero a Bolivia no le va muy bien en ningún ranking. Si se trata de corrupción, el país desgraciadamente figura entre los más corruptos. Tampoco nos va bien en materia de derechos humanos y libertad de prensa, y aunque al gobierno le cueste admitirlo, últimamente tenemos un modelo económico que nadie quiere seguir.

Nos quedan pocos consuelos. Algún deportista destacado en disciplinas no muy populares como el racquet y, en gastronomía, el ají de lengua entre los 10 platillos más gustados del mundo de los preparados con base en menudencias. No mucho, pero sirve para compensar los sinsabores de nuestra historia.

Hernán Terrazas es periodista



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