No es un país como cualquier otro. En Bolivia, el presidente quiere
poner a todos en contra de una región. Acusa de separatistas y divisionistas a
los líderes de oposición, solamente porque piden estudiar nuevas fórmulas de
relación entre el estado y las regiones. Por si eso fuera poco, instruye al
comandante de las Fuerzas Armadas para que se lance con un discurso innecesario
y amenazante en contra de enemigos fantasmales de la patria.
Casi siempre las advertencias van en contra de una región cuyo único pecado es querer hacer las cosas bien, sin tener que pedir permiso a nadie, y que quiere esa cosa tan simple, pero difícil de tener: respeto a sus aspiraciones y atención a sus demandas.
No es Santa Cruz la que quiere marcar distancia del país, es el gobierno el que está decidido a profundizar incluso más el abismo que lo separa de Santa Cruz tan solo porque allí nunca pudo y tal vez no podrá ganar una elección.
No es excesivo decir que los defensores de un modelo exitoso, que ha permitido un sostenido crecimiento regional, son los adversarios de un gobierno que defiende un modelo que, 17 años después y como ellos mismos lo han admitido, no ha logrado generar las condiciones para que se creen suficientes empleos formales que puedan absorber a esa mayoría que todavía se busca las alternativas como puede y que vive al día.
Es el país del verso, del papo, de la impostura y la mentira. El mismo día en que nos dicen que exportamos más gas que nunca a los mercados de países vecinos, nos enteramos que el gas ya se acaba y que nadie quiere invertir para seguir extrayéndolo de las entrañas de la tierra, porque aquí no es seguro hacer negocios.
Nos dijeron también que el mar estaba a la vuelta, sino de la esquina, por lo menos de un juicio al que fuimos con ínfulas de ganadores y del que volvimos con el rabo entre las patas. El mismo en el que nos anticiparon victoria en reivindicaciones absurdas, como la propiedad de las aguas de un río que desciende, como todos los ríos, desde la altura hacia los llanos y la costa. Pero no escarmentamos.
No, no es cualquier país. Aquí, si uno pasó por el poder, como Evo Morales, se le debe garantizar que nunca, nadie, lo investigará y menos enjuiciará por ninguna razón. El que lo haga será considerado “conspirador” de una “derecha golpista” que solo existe en la imaginación febril de algunos dirigentes.
Es un país donde los cocaleros ilegales son los responsables de aplicar las políticas de lucha contra el narcotráfico y donde siempre es posible tener más hectáreas de hoja de coca. Erradicar cultivos fuera de la ley es un atentado contra una tradición milenaria, un golpe a los intereses populares y un acto de obsecuencia frente al imperio y los organismos internacionales. Y si acaso alguien, una ex autoridad o algún agente extranjero, tiene información incriminatoria contra poderosos de otras épocas, entonces el escudo político e ideológico se interpone y evita los castigos.
Es el país de los avasalladores, de aquellos que, alentados por sus movimientos sociales, un buen día se arman de lo que pueden y deciden ingresar en un predio privado para no salir nunca. Y eso, no solo en el oriente, también en los valles y en las partes altas, donde cada día que pasa, las turbas se convierten en propietarias a la fuerza. Y guay que alguien diga algo.
Aquí las mafias de cuello blanco dan rienda suelta a sus instintos con bastante libertad. Los encargados de hacer las leyes locales o nacionales son los primeros en vulnerarlas. En el Concejo Municipal de La Paz, por ejemplo, aprueban normas de construcción que en realidad son de destrucción de la ciudad, solo para pagar facturas políticas a financiadores turbios.
En Bolivia todavía se cuenta el cuento de las izquierdas y las derechas, como si unos fueran los buenos y los otros los malos. Los de izquierda son siempre santos y el diablo anda detrás de los de derecha. Todo pasa a través de ese filtro, el filtro la inocencia para delincuentes con sentencia como la expresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, involucrada en casi una decena de casos de corrupción y el filtro de la “coartada” indígena, para un golpista como el expresidente del Perú, Pedro Castillo.
El país en el que vivimos y al que amamos tiene estas y otras cosas que casi siempre nos amargan y que de vez en cuando detonan nuestra rabia y rebeldía. Aquí todo lo bueno y justo se hace con viento en contra. Algunos se cansan y rinden, pero otras y otros siguen dando batalla, con la esperanza de que algún día las cosas serán diferentes y mejores.
Hernán Terrazas es periodista y analista