Si pensamos en un concepto restringido de libertad y en un alcance limitado de democracia, entonces podemos sentirnos más o menos cómodos en Bolivia. Total, votamos cada cinco años y, salvo que cometamos un delito, no estamos expuestos a ir a prisión. En otras palabras estamos libres y aparentemente gozamos de todos nuestros derechos.
Lo anterior describe muy bien el sentido de la libertad burbuja: eres libre hasta donde yo quiera. Puedes votar, pero depende de mí que puedas elegir; puedes decir lo que piensas, pero ya sabré yo si te premio o castigo; puedes vender, pero solo si yo te digo cuánto, a quién y a cómo. La medida de tu libertad soy yo.
Bajo ese disfraz “democrático” muchos autoritarios andan sueltos en la región.
En Bolivia, por ejemplo, se ha sustituido la represión militar o policial, por la agresión civil. Si protestas, digamos, porque te parece injusto el trato que recibe una exmandataria y reclamas por los abusos evidentes de los que es objeto, no necesito ordenar a las fuerzas del Estado para que salgan a dispersarte. Lo que hago es crear la ilusión de una contra-protesta, también civil y en apariencia espontánea, para que cumpla la misma tarea, pero sin que genere la impresión de que se está afectando algún derecho. Ambos tenemos derecho a protestar y, por lo tanto, la democracia sigue ahí.
Con el voto es igual.
Hace años, cuando se pensaba que definir una elección en el congreso entre los dos candidatos más votados, significaba que el ciudadano votaba, pero no elegía, se optó por aprobar, reforma constitucional mediante, una segunda vuelta en la que fuera el propio votante —no su representante— el que pudiera decidir cuál era el candidato elegido. Paradójicamente, esa reforma nunca se estrenó en una elección presidencial, porque desde que fue aprobada no hubo necesidad. Desde 2005 hasta 2019 el ganador fue siempre el mismo y por más del 50%, lo que hizo innecesaria una segunda vuelta en el nivel nacional.
Los bienintencionados que impulsaron la reforma con el propósito de fortalecer la democracia, a través del empoderamiento de un votante verdaderamente elector, no se imaginaron que en el camino ese cambio iba a ser utilizado para imponer una suerte de dictadura de partido único.
El MAS, por ejemplo, entendió que ganar por más del 50% era, ni más ni menos, la bendición popular para gestionar el poder absoluto y desconocer la existencia del adversario. No solo eso. Creyó también que el voto le daba el derecho de eliminar la independencia y el equilibrio de poderes, y generar un aparato de poder que reemplazara la estructura del orden constitucional, aunque conservando el decorado exterior. Algo así como ajustar la democracia a mi gusto, a mis necesidades y ambiciones, y de paso hacer creer a los demás que todo se hizo por su bien y con “respeto” a las reglas.
La ilusión democrática, además, va de la mano de un discurso que la haga posible, de una ficción capaz de reemplazar a la historia, de una narrativa que la justifique, de amigos y de enemigos que le den algún sentido y validen el argumento.
En la libertad/burbuja la mayoría debería no solo creer el cuento, sino entregarse dócil y libremente a ser protagonista, a transitar de la butaca a la película y viceversa, sin advertir que en el fondo solo representa el papel que le asignó un director omnipresente.
El poder quiere que se entiendan las cosas a su manera. No hay otra explicación. La realidad es la que yo proyecto: hubo golpe, no fraude y Jeanine necesita un psiquiatra. El modelo económico que sirve es este y no otro. La historia es una cuestión de capricho, no de hechos y mucho menos de procesos. Eres libre de estar de mi lado, pero si piensas diferente estás tan fuera de la realidad como esa señora que “finge” un suicidio, que pide justicia y denuncia maltrato.
El fin de la libertad está cada vez más cerca y nadie está lo suficientemente lejos como para sentirse a salvo. Hoy es el turno de algunos, mañana puede ser el de otros. La burbuja crece.