En Bolivia, el dólar siempre ha sido mucho más que un billete extranjero, es un barómetro político, un termómetro social y, para muchos, un oráculo económico. Su valor tiene la capacidad de hundir gobiernos, arruinar matrimonios y alterar la dieta nacional en cuestión de horas. En los años 80 obtener información sobre el tipo de cambio era casi un acto de contrabando intelectual: se dependía de un primo en el Banco Central, un cuñado con contactos en la avenida Camacho, el Wall Street paceño, o de los rumores en la plaza 24 de Septiembre de Santa Cruz, donde la cotización del dólar circulaba con el mismo misterio que las profecías de Nostradamus.
Con la llegada de la estabilidad macroeconómica, en los años 90 y parte de los 2000, esa incertidumbre parecía cosa del pasado. El Banco Central publicaba diariamente el tipo de cambio oficial y el país entero lo aceptaba con la devoción de un texto sagrado. Sin embargo, como en toda buena telenovela venezolana, el orden duró poco.
Hoy, el mercado paralelo y la digitalización han devuelto al dólar su carácter de mito nacional: ya no hay que espiar pizarras de cambistas, basta abrir el celular para que Binance o cualquier plataforma nos revele en segundos lo que antes era un secreto de Estado. Ahora el dólar cripto manda. Lo que antaño fue rumor de esquina, hoy es drama en tiempo real, con notificaciones cada cinco segundos.
Detrás de este folclore se encuentra una lección económica fundamental: el rol del tipo de cambio nominal como ancla de expectativas en economías pequeñas, abiertas y vulnerables como la boliviana. La experiencia de estabilización, tras la hiperinflación de 1985, constituye un ejemplo paradigmático.
El Decreto Supremo 21060 operó en tres frentes decisivos: i) la corrección drástica del déficit fiscal; ii) la instauración de un régimen cambiario flexible con flotación sucia y crawling peg, que otorgaba previsibilidad a la trayectoria del dólar; y iii) el congelamiento de los precios de los hidrocarburos, subsidiados por las finanzas públicas. El tipo de cambio y los precios de los combustibles se convirtieron en pilares de la estabilidad nominal durante más de dos décadas.
Entre 1986 y 2011, el sistema del Bolsín y la depreciación administrada permitieron absorber presiones externas sin comprometer la credibilidad interna. El subsidio a los hidrocarburos, por su parte, operaba como dique de contención frente a shocks de costos. Este régimen de anclas múltiples mostró que, en economías con fragilidad institucional, el tipo de cambio puede funcionar como instrumento central de coordinación de expectativas, aun cuando implique costos fiscales significativos.
El viraje de 2011 hacia un régimen de tipo de cambio fijo coincidió con la bonanza extraordinaria del gas natural que, entre 2011 y 2014, generó ingresos externos inéditos para Bolivia. La abundancia de divisas, sumada a la condonación de la deuda externa en 2007, permitió financiar una ilusión de estabilidad sin ajustes de fondo: el Banco Central acumuló reservas internacionales que llegaron a bordear los 15.000 millones de dólares en 2014, el nivel más alto de la historia del país.
Durante esos años, la política de precios de los combustibles permaneció congelada, sostenida artificialmente por la disponibilidad de dólares para importar diésel y gasolina.
Sin embargo, aquella etapa de prosperidad fue transitoria. Con el declive de las exportaciones de gas, las reservas comenzaron a erosionarse de manera acelerada. A julio de 2025, el stock de reservas internacionales se ha reducido a 2.888 millones de dólares, menos de una quinta parte del máximo alcanzado en 2014.
De este monto, apenas unos 170 millones se encuentran en divisas líquidas, equivalentes a menos de tres meses de importaciones de hidrocarburos. Este panorama refleja la fragilidad del esquema de tipo de cambio fijo: una estrategia inicialmente viable gracias a la renta
La ruptura del esquema cambiario se produjo en 2023, cuando el mercado paralelo desplazó al tipo de cambio oficial como verdadera referencia. El dólar paralelo llegó a cotizar hasta en Bs17, lo cual no solo reflejaba la pérdida de control del Banco Central sobre su ancla cambiaria, sino también un desanclaje generalizado de las expectativas. En otras palabras: el dólar dejó de ser precio y pasó a ser profecía.
En los últimos meses, sin embargo, la cotización paralela retrocedió hasta los Bs 12. A primera vista podría parecer un alivio, pero no obedece a cambios estructurales de la economía, sino a una combinación de factores coyunturales y maniobras extraordinarias. Entre ellos: una leve mejora de las exportaciones, con el turismo, como invitado inesperado, la contracción de importaciones debido al encarecimiento de bienes externos, un optimismo precavido por la expectativa del cambio de gobierno, el aumento de operaciones en dólares virtuales (cuando la gente finalmente perdió el miedo al “cripto”), y la emisión de bonos en UFV e indexados al oro, que ofrece protección frente a la inflación y reducen la demanda de dólares.
A esto se suman operaciones del Banco Central, que han ocurrido a una suerte de alquimia financiera: compra oro a los cooperativistas en bolivianos y lo vende de inmediato para obtener divisas e, incluso –según se comenta– habría empeñado parte de las reservas de oro que, al menos en teoría, deberían ser intocables. Por esta habría metido al mercado 828 millones de dólares.
Pese a esta aparente mejoría, los fundamentos macroeconómicos permanecen inalterados. En el primer semestre del año se registró un déficit comercial de 496 millones de dólares, confirmando que las exportaciones continúan por debajo de las importaciones. Los préstamos internacionales siguen trabados en la Asamblea Legislativa, la inversión extranjera directa brilla por su ausencia y las remesas, aunque han mostrado un ligero aumento, no alcanzan a compensar el vacío.
En resumen, las fuentes estructurales de divisas continúan seriamente restringidas. Lo que hoy se percibe como “veranillo cambiario” puede ser, en rigor, un espejismo, un alivio pasajero en medio de un desierto financiero donde el oasis, si no se hacen reformas de fondo, podría evaporarse tan rápido como llegó.
El riesgo es evidente: la estabilización aparente constituye, simultáneamente, una ventana de oportunidad y un mecanismo de diferimiento de costos hacia el futuro. Si la próxima administración no recompone reservas ni restablece el acceso sostenible a divisas, el país enfrentará un rebote abrupto del tipo de cambio con potenciales efectos de inestabilidad mayor.
Además, la persistencia del congelamiento de los combustibles representa una presión adicional que, sin nuevos flujos de dólares, resultará insostenible.
En términos académicos, Bolivia ha transitado de un régimen de anclas múltiples –creíbles porque descansaban en disciplina fiscal y renta externa– hacia un vacío de reglas predecibles, donde las expectativas se han vuelto altamente volátiles. En términos prácticos, el dólar ha pasado de ser un número oficial en la web del Banco Central a convertirse nuevamente en el epicentro de la conversación nacional, solo que ahora amplificado por la inmediatez digital.
La lección es clara: en economías como la boliviana, el tipo de cambio nominal no es solo un precio más, sino el principal coordinador de expectativas, un mecanismo de transmisión de credibilidad y, al mismo tiempo, el reflejo más transparente de nuestras fragilidades macroeconómicas. Ignorar este rol es condenarse a vivir bajo la dictadura de la volatilidad.
El desafío inmediato del próximo gobierno será garantizar un flujo estable de dólares que permita pagar las importaciones de diésel y gasolina, además de recomponer un stock de reservas capaz de enviar señales de confianza a los mercados. Las reformas profundas serán inevitables, pero la primera tarea es menos épica y más pragmática: conseguir divisas frescas, aunque sea con la misma urgencia con la que se busca una aspirina en medio de una jaqueca.
El nuevo Presidente asumirá el 8 de noviembre y, desde esa misma noche, comprobará que las ruinas económicas heredadas son aún más hondas de lo que los diagnósticos oficiales sugerían. La economía boliviana se asemeja a un paciente en sala de emergencias, necesitado de una transfusión financiera urgente, pero atendido en un hospital donde las camillas están oxidadas y el suero se acabó. Para estabilizar al paciente, se requieren al menos 1.000 millones de dólares inmediatos, recursos que deben empezar a gestionarse desde hoy.
En este contexto, lo sensato sería que los dos candidatos, al menos por un instante, dejen de discutir quién administra la sala y se pregunten juntos de dónde saldrán esos dólares. Si el instinto de sobrevivencia y un mínimo de sindéresis patriótica se imponen podrían evitar que la crisis derive en un desenlace peor.
Después de todo, incluso los rivales políticos más encarnizados deberían coincidir en algo básico: sin dólares no hay diésel, sin diésel no hay transporte, y sin transporte ni siquiera habrá carretilla para cargar las culpas del pasado.
Gonzalo Chávez es economista.