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Raíces y antenas | 28/09/2025

La gran coartada: culpar a la educación por los pecados del poder

Gonzalo Chávez
Gonzalo Chávez

Las propuestas electorales de los candidatos presidenciales se parecen a esos formularios burocráticos interminables que uno llena en ventanilla: muchas casillas, mucho sello, pero ninguna inspiración. En vez de soñar con un país distinto, nos ofrecen la emoción de una fila en una repartición pública. No hay épica, no hay relato, no hay esperanza, no hay futuro; apenas un manual de procedimientos y, por supuesto, todas las versiones de guerra sucia y sentimentalismo barato vehiculado por TikTok.

Los programas económicos caminan en círculos dentro del viejo patrón extractivista, como hámsters obsesionados con el gas, el litio o cualquier cosa que se pueda vender al peso. Algunos le ponen un barniz estatista, otros un perfume privatizador, pero en el fondo el guion es el mismo: extraer, exportar y esperar que la suerte del mercado internacional nos sonría.

Las llamadas consignas movilizadoras de la actual oferta política son, en verdad, intereses económicos cuidadosamente maquillados con ropajes de epopeya. De un lado, se agita la bandera de “legalizar” los autos “chutos”, según el humor de la tribuna. También se invoca la idea de dinamitar la aduana, metáfora que suena más a sesión de catarsis grupal que a una política pública seria.

No falta quien propone un idilio con la suegra FMI esperando que de ese matrimonio convenido broten dólares envueltos en papel de regalo. Así mismo, con entusiasmo casi poético, prometen transformar empresas públicas quebradas en un club de flamantes propietarios, como si la insolvencia pudiera resolverse con un cambio de dueños.

En el fondo todos se embriagan con los instrumentos de la política pública: decretos estabilizadores, reformas superficiales, aceptación o no de subsidios y otros. Los instrumentos se exhiben con solemnidad, como alquimistas que creen dominar el secreto de la transformación.

Pero lo que falta no son instrumentos, sino propósitos, sueños movilizadores. La retórica actual termina pareciendo un recetario burocrático declamado por cocineros que no saben si pretenden hornear pan, destilar vino o tejer un tricot con hilos ajenos.

En suma, un recetario de medidas administrativas sin alma que hacen pensar más en gerentes de oficina que en estadistas. Son propuestas útiles para pasar el semestre, pero incapaces de convocar a un sueño colectivo. Es caminar en círculos en la forma de administrar la riqueza; es decir, en la gestión del patrón de desarrollo extractivista. A veces apostamos al modelo estatista otras al privado.

Lo que brilla por su ausencia es una idea transformadora del patrón de desarrollo. Por ejemplo, una propuesta verdaderamente épica sería colocar a la educación en el centro de la política pública, no como gasto sino como inversión estratégica. Estabilidad, crecimiento y desarrollo con el propósito mayor de la conquista del planeta educación. Apostar por la gente, por su creatividad y talento, es la única manera de estabilizar y crecer con propósito y cambiar el patrón de desarrollo en base al capital humano.

Porque, además, primero, los indicadores de la educación son una vergüenza nacional; mencionaré solo uno: de cada 100 bachilleres solo tres pasan una prueba básica de matemáticas; segundo, el capital humano constituye el factor decisivo para cambiar el patrón de desarrollo en un mundo que camina aceleradamente hacia la cuarta y quinta revolución industrial, la revolución de los servicios, tecnología y de la inteligencia artificial.

Pero claro, hablar de educación y capital humano no da titulares escandalosos, no provoca lagrimas falsas, ni fotos en la portada con dinamita de fondo. Requiere visión de largo plazo y de la audacia de decir que el futuro no está en los recursos bajo tierra, sino en las ideas sobre la mesa. Y eso, para muchos candidatos, suena a herejía.

Las actuales propuestas presidenciales, con sus programas y discursos solemnes, suelen cometer un error que repetido se vuelve estructural: subestimar y a veces insultar a la educación. No lo hacen de manera explícita, nadie se atrevería a decirlo en voz alta, pero basta leer entre líneas para notar la ausencia de una visión estratégica.

Cuatro equivocaciones son recurrentes. Primero, la educación no se entiende como inversión en capital humano, sino como un servicio público que se mide en ladrillos, computadoras, digitalización y pupitres. Segundo, se piensa la reforma educativa como un asunto sectorial, cuando en realidad debería ser el eje de un nuevo modelo de desarrollo.

Tercero, se reduce el aprendizaje al espacio formal, escuelas, institutos, universidades, olvidando que hoy se aprende también en las familias, talleres, empresas, plataformas digitales y oficios. Y cuarto, la más pintoresca, asociar educación con corrupción, como si estudiar aumentara las tentaciones y la ignorancia fuera garantía de pureza moral. La coartada de los nuevos políticos con ideas viejas es culpar a la educación por los pecados del poder, como la corrupción.

El modelo económico del siglo XX, basado en gas, petróleo y minerales, se encuentra en proceso de agotamiento. La volatilidad de precios y la finitud de esos recursos lo han demostrado. Hoy, una nueva forma de generar riqueza se presenta como alternativa: el capital humano.

Paul Romer y Robert Lucas, dos grandes economistas especialistas en crecimiento económico, mostraron que, a diferencia del capital físico, el conocimiento no se desgasta con el uso. Una idea compartida no se divide, se multiplica. Esa característica convierte al conocimiento en un bien no rival que genera externalidades positivas, elevando la productividad de todos. Para esto se necesitan políticas de shock educativas.

La educación no es solo tarea del Estado. La familia es el primer espacio de aprendizaje, donde se siembran valores y capacidades cognitivas tempranas. La empresa, mediante la capacitación en el trabajo y la innovación, es un actor central para generar habilidades relevantes. Diversos actores privados y de lo público no estatal (ONG) también son espacios desde donde se deber hacer la revolución educativa.

Se suele repetir que la educación es una apuesta de largo plazo. Y es cierto, parcialmente. Sin embargo, las crisis estructurales revelan la necesidad de actuar con urgencia. En los años 80 se afirmaba que “el hambre no espera”; ahora es la educación la que no espera. En tiempos de transformación digital e inteligencia artificial, los resultados de un shock educativo deben y son mucho más cortos.

Bolivia no puede permitirse que la educación sea una promesa diferida. Debe ser el centro de la política pública, la base sobre la que se construye la economía, la salud, las instituciones y la democracia.

Si después de leer este artículo alguien supone que me postulo algún cargo en el Ministerio de Educación no entendió el mensaje. La educación no se transforma desde un escritorio ministerial, sino desde un proyecto colectivo de desarrollo que la convierta en motor estratégico y no en apéndice sectorial.

Imaginemos que la política pública de un país es como una casa. La mayoría de las veces, la educación es solo un "cuarto" más, junto con la salud, la economía y la infraestructura.

Cuando la educación se convierte en el centro de la política pública, es como si se volviera la fundación de esa casa. Todo lo demás se construye sobre ella y depende de su solidez.

Gonzalo Chávez es economista.



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