Abu
al-Mugh ith al-Husain al-Hallaj, en breve Al Hallaj, fue un controvertido escritor
y maestro de espiritualidad islámica (“sufí”) que vivió entre el 858 y el 922
en la región entre Irán e Irak.
Es asombroso el paralelismo de la vida y muerte de Al Hallaj con Jesús de Nazaret.
Al Hallaj vivió en Bagdad en tiempos de grandes tensiones sociales, políticas y religiosas, al igual que la Jerusalén del tiempo de Jesús. En especial existían movimientos emancipadores (de los esclavos negros en el sur) y movimientos religiosos y teosóficos que predicaban una religión más exigente y espiritual de la que prescribía el Corán.
Al igual que Jesús, Al Hallaj empieza su predicación compartiendo con un grupo de discípulos sus enseñanzas, destinadas tanto a la población islámica como a otros pueblos “infieles”. Su intensa actividad, sus viajes y su estilo no convencional de predicar lo hicieron sospechoso de querer revolucionar la religión y de alentar movimientos políticos subversivos incluyendo a grupos terroristas. Jesús también era considerado sospechoso de recoger la simpatía de los zelotas, un movimiento violento de oposición a la dominación romana. En algún momento Al Hallaj fue tildado de ser un “intoxicado”, el equivalente de la acusación de “poseído por el demonio” que se le hizo a Jesús. Valga una sola cita “escandalosa” del maestro sufí: “Para el amante perfecto, la oración se vuelve impiedad”.
Sin embargo, el paralelismo más sorprendente se da en la muerte de ambas personalidades. A raíz de una afirmación mística, Al Hallaj, “Yo soy la Verdad”, interpretada como una blasfemia, debido a que, según el Corán, Verdad es uno de los 99 nombres de Alá, fue arrestado y procesado. Una afirmación similar, y aún más intensas, la encontramos en Juan 14,6 (“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”). De hecho, los judíos condenaron a Jesús por blasfemo al declararse Dios (“Yo soy”), mientras que los romanos lo procesaron por subversor (Rey de los Judíos).
Después de un largo y controvertido proceso, marcado por el abandono de los otros maestros y las indecisiones de los jueces para condenar a un hombre justo (los Pilatos islámicos), el 26 de marzo del año 922 Al Hallaj fue condenado, torturado y crucificado en Bagdad, frente a una muchedumbre dividida entre admiradores y detractores del místico reformador, división que perdura en el seno del Islam hasta el día de hoy. Sorprende aún más que, al igual que Jesús, el profeta islámico enfrentó la tortura y la muerte con serenidad y resignación, pronunciando palabras de perdón para sus verdugos.
Más allá de las innegables diferencias entre la vida de Jesús y de Al Hallaj, se me ocurren dos reflexiones. En primer lugar, cuando surge en una comunidad un profeta auténtico, la respuesta es el rechazo, la condena y la muerte. Pienso en Jeremías, Jesús, Al Hallaj, Gandhi, Martin Luther King, Carlos Arnulfo Romero, Luis Espinal y en tantos otros mártires de la verdad que nos enseñan a derrotar al mal y a la muerte con el perdón y el amor.
En segundo lugar, la responsabilidad histórica de los causantes de la Pasión de Jesús (y de Al Hallaj) no puede ser atribuida a Dios. Una lectura distorsionada de los acontecimientos de la Semana Santa induce a pensar que el Padre “exige” el sufrimiento y la muerte del Hijo para perdonarnos. ¡De ninguna manera! Dios no es sádico (ni masoquista). La maldad, que se opone al Plan de Vida, lo hizo, sin lograr a cambio nada más que palabras de perdón.
La sociedad boliviana se considera cristiana, pero, al confundir justicia con revancha, ha renunciado, desde sus orígenes, a vencer el mal con el bien, el odio con el perdón y la exclusión con la fraternidad.
Nota: esta columna es la actualización de artículo mío publicado el año 2003.
Francesco Zaratti es físico y analista.