No hablaré del tiempo, pues sobre él se ha escrito ya tanto. En filosofía, en literatura, en astronomía. Hablaré de su escasez, de los pocos momentos de completo ocio. Ese ocio que en su connotación griega (skholé) estaba vinculado a la posibilidad de descanso y reposo y que (entiendo por qué) era condición propia de la gente privilegiada: “la abstención de la necesidad de ejercer el trabajo útil o productivo y la posibilidad de dedicación a la contemplación, la meditación y la reflexión filosófica”.
En esa medida, no soy gente privilegiada. El tiempo es conmigo roñoso y exigente. Jamás me sobra. Por eso necesito aglutinar todo en una rutina sin dejar intersticios, y así evitar el escape de alguna de las tareas obligadas o una actividad elegida. Subyace a diario la sensación de que mis veinticuatro horas duran menos que las veinticuatro horas del resto; aunque puedo estar siendo injusta con quienes también sufren esta afección.
No le hago a los planes espontáneos o improvisados, y cualquier imprevisto me perturba, lo que presumo me hace una persona tediosa. Aguardo los encuentros familiares duraderos, mientras sean planeados; y siento gozo como anfitriona de los amigos, siempre que estos no aparezcan un domingo en la tarde como quienes no quieren la cosa. Mis fines de semana son igualmente copados y una visita repentina -mientras hago tareas con el escolar de la familia y esta columna confía en el respeto a su lugar en la lista de espera- puede provocarme un síncope.
Sin ser un asunto generacional, me ata a los millennials la manía de no contestar el celular. No importa si es un número desconocido o un pariente muy querido, generalmente espero a que el teléfono deje de emitir las señales que anuncian la llamada y que reafirman mi codicia con los minutos. Eso sí, una vez que el aparato deja de mandar destellos atiendo casi inmediatamente el texto en la pantalla, que llega irremisiblemente, ese sí sin causar ansiedad. De hecho, los chats no me ofuscan. Como no traen consigo la emergencia ni la inmediatez en la respuesta, intervengo con libertad y entusiasmo en los intercambios virtuales e intermitentes de mensajes. Que sea celosa administradora de mis segundos no me hace misántropa.
He encomendado ya, a quienes me sucedan, procurar que mi lápida lleve inscrito un epitafio que diga: Murió por falta de tiempo. Ocurre que al parecer tengo lo que llamo “el complejo de Alicia”: me persigue un conejo afanoso que machaca con la finitud del día. Intento -como en un rally- rendir en los plazos autoimpuestos todas las pruebas; y sobre todo, vencerlas con la conciencia de que consagré a esas empresas, el esfuerzo intelectual, físico o emocional que ellas merecen. Pero a veces no se puede. Y es ahí donde hay que enfrentar los desmoralizantes desvelos.
Agradezco sí, haber nacido mujer, pues aunque pueda estar partiendo de un prejuicio (positivo), puedo ocuparme de cuestiones múltiples, que en este caso no son en absoluto destacables, pero sí necesarias. Si no tuviera esos rasgos femeninos habría colapsado irremediablemente, como presumo colapsan los hombres, carentes de aptitudes para gestionar “asuntos varios”.
Julián Marías se quejaba de que los intelectuales de su época hacían demasiadas cosas y temía que les faltara tiempo, “más aún calma”, para pensar. Trasvasando el término intelectuales, por el de individuos, podría yo situarme entre aquellos a quienes les falta calma para pensar.
Un espíritu libre aconsejaría aprender a perder el tiempo. A mí ese aprendizaje me resulta difícil. Pese a que padezco una condición cardiaca común, que provoca que el corazón lata más lento, en mi cabeza retumba el tic tac que presiona el acelerador. De ahí que la frase del académico inglés Richard Whately pueda suponer una tortura adicional: “Pierde una hora por la mañana y la estarás buscando todo el día”.