Recuerdo un reportaje chileno de finales de los 90 sobre nuestra querida La Paz. En él, los “cronistas” del país vecino comentaban asombrados que la ciudad era tan insegura que la gente debía andar con sus celulares encadenados al cuerpo para que no se los robaran. Los realizadores –no se supo si por ingenuos o por prejuiciosos– no se enteraron de que aquellas personas que tenían “presos” los teléfonos, lejos de estar temerosos de que algún ladronzuelo les arrebatara los aparatos, rogaban atraer clientes que necesitaran (¡ay!) hacer una llamada desde esos celulares, lo que les reportaría a los dueños una luquita más.
En lo que no fallaron esos reporteros chilenos fue en su apreciación sobre el olor de la urbe: “a pichí” (pipí). Y es que en esta tendencia a confundir las calles de algunas zonas con baños públicos eliminamos cualquier aroma posible y no hay retama o lavanda que equilibre.
Sucede que las ciudades, como las personas, tienen sus propios olores. No todos son agradables. Pero la sensibilidad humana no está lista para saberlo, y menos para aceptarlo. A Victoria Beckham se le ocurrió decir que España olía a ajo y causó una crispación generalizada. Casi como si le hubiera mentando la madre al rey Felipe VI. Y cuando por estos lados alguien susurró que los organizadores del Carnaval de Oruro debían ocuparse de que los turistas (nacionales y extranjeros) se fueran con mejores recuerdos de la majestuosa fiesta popular pues la capital del folclore boliviano olía a orines durante esos días festivos, brotaron los sentimientos de negación y dolor “por la ofensa”.
Por qué no aceptar que las cosas huelen a lo que huelen y que decirlo no es un agravio, sino tan solo una opinión, tan válida como sugerir que la comida de una región es más rica que la de otra. Así lo entendió el humorista Millán Salcedo, que cuestionó la apreciación de Beckham haciéndole notar que en realidad España no olía a ajo sino a chorizo, “que apesta”.
Pasa que quienes se sienten agredidos cuando se expone el mal olor de sus ciudades no han leído El perfume, del alemán Patrick Süskind, que empieza el libro contando que en la época que ocupa la novela “reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina; las cocinas, a col podrida; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios”.
El olfato es uno de los sentidos más precisos. Además, como lo han estudiado los neurocientíficos, los humanos tenemos una particular arquitectura cerebral que explica por qué los recuerdos desencadenados por los olores resultan más evocativos y emotivos que los relacionados con otros estímulos. “El olfato es el único sentido que tiene vía directa hacia las áreas del cerebro implicadas en la memoria y las emociones”.
Resulta pues difícil esquivar el mal olor de los lugares por los que se transita. De ahí que no podamos, por ejemplo, pedirles a los entusiastas visitantes de uno de los carnavales más famosos del mundo que bloqueen su sentido del olfato para que en sus recuerdos mejor instalados solo aparezcan las imágenes de la imponente diablada Urus sin retener el olor a orina que los acompañaría quizás de por vida en algún rincón de su memoria.
Como la naturaleza es sabia, compensa la debilidad de un órgano del cuerpo dándole más fuerza a otro. Soy medio sorda (lo que a veces resulta muy conveniente) y uso lentes desde hace buen tiempo; a cambio, tengo un olfato agudo y potenciado. Un olfato canino que percibe los olores –incluso los más inocuos– a leguas de distancia. Cuando tuve Covid recé para no empeorar, aunque se trató de un rezo a medias: esperaba que la tos acabara y que, a cambio, me “afectara” una anosmia (pérdida del olfato), que nunca padecí. Necesitaba poder entender el mundo desde la nariz de un ser humano y no desde la trufa de un perro.
Aun cuando preferiría no darles la razón a los chilenos del reportaje, hay espacios de esta ciudad que huelen a orín y a los que intento no acercarme. Por otro lado, he visitado buena parte de Oruro muchas veces y he disfrutado de sus plazas y restaurantes sin olfatear más olores que los propios de los árboles o las comidas. Sin embargo, y sabiendo que estoy perdiéndome una celebración fastuosa y rica en cultura, me quedaré fuera de su carnaval mientras sigan escaseando los baños y las multas por hacer pis en la vía púbica. Eso sí, lo seguiré viendo por televisión desde mi sofá, en cuya mesita lateral tengo siempre flores y alguna que otra esencia de pomelo.
Daniela Murialdo es abogada.