Imaginando una fábula irresistible para nuestros nietos, se me antojó suculenta una historia en la que dos animales de granja como el caballo y el chivo compitieran por el horror infantil. Dado que brotaría de nuestra imaginación vernácula, la locación tendría que ser América Latina, de preferencia un recinto adornado con palmeras, gozando del horizonte azul garabateado a lo lejos por el mar Caribe. Y sí, sucumbimos nomás a la tentación de darle pinceladas políticas a este universo zoológico en la playa.
En nuestro gran vecindario, el caballo es Fidel Castro Ruz. Por su parte, el chivo no puede ser otro que Rafael Leónidas Trujillo Molina. Habitaron islas vecinas, vistieron uniforme de gala, se enfrentaron al mismo enemigo, organizaron regímenes unipartidistas y se engolosinaron hasta la náusea con el ejercicio vitalicio del mando político y militar. Aún odiándose como se odiaron, resultaron aquí bastante comparables.
Fidel Castro cumplió 21 años de edad mientras conversaba con el dominicano Juan Bosch en una región desprovista de agua dulce de su Cuba natal llamada Cayo Confites. Desde aquella roca minúscula, en 1947, una expedición internacionalista se propuso derrocar al dictador de la República Dominicana, que sus coterráneos llamaban chapita, pero que Mario Vargas Llosa consagró literariamente como El Chivo. Trujillo había ascendido al poder en 1930 tras unas elecciones llenas de trucos y no sin antes haber traicionado, del mismo modo que Pinochet a Allende, al líder democrático del momento, el barbado Horacio Vásquez. Cuando en la Universidad de La Habana Fidel se enroló al ejército anti trujillista no imaginaba que su destino sería repetir una a una las blindadas maniobras del mujeriego dominicano apodado por sus seguidores como El Jefe.
La operación de Cabo Confites puso en escena una convergencia de gobiernos nacionalistas interesados aquel 1947, en limpiar la región de autocracias. La tropa en la que se entrenaba Fidel Castro fue apoyada con barcos y aviones por los presidentes Grau de Cuba, Arévalo de Guatemala, Perón de Argentina, Lescot de Haití y Betancourt de Venezuela. Si bien Trujillo pudo desbaratar a tiempo el complot regional, queda la admiración por lo que pudo haber sido la primera chispa de la Patria Grande soñada por nuestros libertadores.
Mientras el caballo estuviera a rienda suelta, el chivo nunca iba a dormir tranquilo. Ni bien Castro ingresó triunfal a La Habana, organizó un segundo destacamento armado para derribar a Trujillo. En esta ocasión, los invasores pudieron desembarcar, aunque fueron cazados como cervatillos por las floridas sendas de la República Dominicana. El 14 de junio de 1959, el chivo derrotó al caballo. En los anales de la izquierda solo figuran las invasiones estadounidenses y playa Girón. Nadie parece querer recordar las incursiones de Constanza, Estero Hondo y Maimón, en las que Cuba mostró su colmillo sub-imperialista.
Cuando el caballo abrazó el poder absoluto en Cuba, el chivo ya casi había caducado su ciclo autoritario. Un comando de disidentes ex trujillistas, al que la CIA entregó tres fusiles de detonación demoledora, acabó con la vida del dictador el 30 de mayo de 1961. Para entonces, Castro apenas balbuceaba. No puede probarse que desde La Habana copiara todo lo maquinado sobre la isla de enfrente, sin embargo, los dos procesos comparten asombrosas semejanzas.
Trujillo y Castro edificaron estados soberanos, que tras la aplastante dominación estadounidense, fueron capaces de recuperar su moneda, sus aduanas, sus puertos y su maltrecho sentido de agregación nacional. Una de las glorias del dominicano fue precisamente haber pagado toda la deuda externa. En consonancia con ello era engalanado con el apodo de “Padre de la Patria nueva”.
Ambos, el caballo y el chivo, optaron por gobernar con un partido único, llamados Comunista y Dominicano respectivamente. Fueron los que transformaron a los dos caudillos en monumentos vivientes, poseedores de todas las cualidades imaginables y autores de las más grandes hazañas, cantadas por poetas mulatos y bandas tropicales.
Por último, estos autócratas del Caribe se enfrentaron a la Casa Blanca de un modo embravecido. Truman, Eisenhower y Kennedy intentaron liberarse de Trujillo, el ser funesto que les impedía ser consecuentes en su lucha por una democracia hemisférica. Castro en cambio sobrevivió a los diez rivales que le tocaron en Washington, con lo cual logró hacer de Cuba una cárcel descomunal. Cuánta desgracia y Díaz-Canel no pudo ser Balaguer.
Rafael Archondo es periodista y docente universitario