En uno de los pasajes de las “Historias” de Heródoto, se sugiere que la personalidad de cada uno de nosotros está modelada por los hábitos mentales, la repetición y el chovinismo.
“Si a todas las personas se les diera a elegir entre todas las costumbres, invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual escogería las suyas; tan sumamente convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las más perfectas”, cuenta Heródoto.
Luego, recuerda: “Durante el reinado de Dario, este monarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio”.
Acto seguido —continua el padre de la Historiografía— Darío convocó a los indios llamados calatias, que devoran a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo.
Leí esta historia en el libro de Irene Vallejo, “El infinito en un junco”. Heródoto registró este pasaje hace más de 2.500 años y las personas seguimos siendo moldeadas por nuestros hábitos mentales, la repetición y el chovinismo.
Por ello, gran parte de la gente justifica las costumbres de su pueblo. Por ejemplo, los pocoateños creemos que el tinku no es malo porque funciona como una catarsis necesaria para convivir el resto del año en paz. Otra gente argumenta en favor del alcohol que se consume en exceso en eventos sociales porque la mejor forma de expresar aprecio de una persona a otra es través de cajas de cerveza.
Rara es la persona que critica algún aspecto, costumbre o tradición de su pueblo. La mayoría ve maravillas en su lugar de nacimiento donde un visitante quizá sólo mira cosas comunes que hay en otras partes del mundo. Por esta razón, un lugareño se enfurece contra el visitante que osa criticar las sucias calles o malos hábitos de su ciudad.
Difícil no resbalar en algún momento en el regionalismo si uno es resultado del lugar donde nace. Difícil resistirse a cambiar determinados pensamientos si uno es producto de la época en que nace. Difícil cambiar costumbres si uno es hijo de las circunstancias culturales que acompañaron su crecimiento. En consecuencia, una persona es (fiel) reflejo de ese molde socio-psicológico. Nada malo hasta aquí.
Lo malo se advierte en el momento que el que come los cadáveres de sus padres quiere obligar a comérselos también al que quema los cuerpos de sus progenitores. Entonces el ateo quiere imponer su forma de explicar el mundo al que cree en Dios y éste quiere avasallar al ateo con su modo de ordenar el universo.
El peligro se avecina cuando el que tiene una determinada ideología política se fija como objetivo obligar a otra persona a abrazarla y si éste se niega comienza a descalificarla por el simple hecho de no pensar como él o ella. Y si a estas decisiones de imposición se agregan los intereses económicos y la encarnizada lucha por el poder la mesa sociopolítica está servida para la polarización.
Es en este momento de riesgo que vale la pena recordar que como humanidad hemos asumido mínimos acuerdos para convivir. Uno de esos acuerdos es la tolerancia que para pasar de palabra a realidad debe cristalizarse en pluralismo. Y éste, a su vez, debe transformarse en comunicación bidireccional entre dos personas que se escuchan y no sólo hablan.
La comunicación facilita el intercambio de ideas sobre temas comunes. Por tanto, trae consigo las diferencias. Justo por esta razón el primer consenso de las sociedades democráticas, incluso antes que las propias reglas de juego para distribuir la palabra, es el disenso.
El disenso permite deliberar. El disenso es el camino para buscar y encontrar la verdad. Su herramienta natural es la libertad de expresión ya sea para ser griegos o calatias frente al resto.
Por esta razón, debemos convertir la deliberación en un hábito mental. De este modo, construiremos mensajes bien argumentados en lugar de falacias que descalifican al adversario por su condición de clase, color de piel, origen, orientación sexual o creencias.
Así nos importará más qué dice y no quién dice. Entonces, dejaremos de lado nuestros sesgos. Nuestra naturaleza indica que somos seres sociales con capacidad de razonar, lo que significa que sólo vamos a prosperar en sociedad y en interacción con los otros. En suma, necesitamos más que nunca del diferente y del que piensa distinto para crecer como sociedad y como seres humanos, y para superar el tribalismo.
Andrés Gómez es periodista