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La madriguera del tlacuache | 13/08/2023

Domingo ya no es plácido, ni galán

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Un jurado de Londres acaba de absolver a Kevin Spacey de los nueve delitos de agresión sexual que pesaban en su contra. El actor estadounidense enfrentaba cargos por “delitos sexuales históricos” que habrían sucedido entre 2004 y 2013.

Este caso fue rápida y convenientemente asociado al caso de Harvey Weinstein y las decenas de imputaciones contra él, tanto de acoso y agresión sexual, como de violación. Varios de esos delitos fueron probados y una Corte lo sentenció a prisión. Hecho que detonó un sinfín de acusaciones similares contra hombres famosos o poderosos. El “efecto Weinstein” supuso un antes y un después para el movimiento #MeToo, que se fundó el 2017 precisamente para denunciar los acosos sexuales del exproductor de cine y que se expandió luego al resto.

Al que fuera uno de los emperadores de Hollywood se le probaron los crímenes por los que está preso. Pero no siempre se comprueban los señalamientos por abusos sexuales, en gran medida anónimos y de muy larga data. Aun así, la sociedad –tan dada al impulso y tan poco inclinada a la reflexión–, se devora a esos presuntos depredadores para expulsarlos envueltos en excremento, de modo que ya nadie se les acerque. Si son o no culpables, no es un tema: todos merecen ser desmenuzados y deglutidos por igual.

Y en esta moderna cacería de brujos, uno de estos hombres que deberá renacer de entre los restos malolientes es Kevin Spacey. Una vez surgidas las inculpaciones (en este caso hechas por varones, lo que a efectos del colectivo #MeToo es irrelevante, puesto que lo que define el crimen como tal es que lo cometa un hombre), el actor fue “cancelado”. Apenas se lo apuntó como agresor sexual Netflix deshizo todos sus contratos con él y fue eliminado del reparto de la película que filmaba entonces. Ya olía mal y nadie se le acercaba.

Ahora que Hollywood y la otrora plataforma de Spacey están gobernados por esa parte del progresismo actual bautizado como “hiprogresía” –por su doblez y su mojigatería– no se ha escuchado a estas productoras pedir disculpas al actor por haberse pasado el principio de presunción de inocencia por el forro y haber lanzado a la hoguera a uno de los suyos.

Pasó lo mismo con Plácido Domingo. A quien incluso el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música de España vetó tras las declaraciones de ocho mujeres, siete de ellas anónimas, que lo acusaron de un presunto acoso sexual supuestamente cometido hace décadas. Hasta se creó un foro para recoger querellas contra el tenor. Un programa en un canal español se encargaba –por si fuera necesario darle más vigor al asunto– de hacer “investigaciones”: entrevistaba a mujeres y recibía llamadas de aquellas que habrían sufrido acoso sexual por parte de este cantante. El jurado televisivo daba su veredicto: Plácido Domingo ¡a los leones!

En 2019, el músico mexicano Armando Vega Gil se suicidó luego de que, bajo el hashtag #MeTooMusicosMexicanos fuera denunciado –anónimamente– en Twitter por una mujer que dijo haber sido acosada y abusada por él años atrás. Antes de colgarse de un árbol, el bajista dejó una carta de despedida en la que aseguraba la falsedad de la acusación y en la que decía que se quitaba la vida antes de manchar toda su carrera y a su hijo.

Mientras, en Argentina, un muchacho de 18 años se quitaba la vida días después de que una chica de su ciudad lo acusara falsamente de abuso sexual, lo que provocó que el joven fuera hostigado por una multitud. Este caso cobró relevancia porque la presunta acosada confesó que había mentido y que lo había incluido en la lista de acosadores –publicada en las redes sociales– “porque estaba enojada con él”. La confesión fue subida a las mismas redes antes de la muerte del incriminado, pero como no era un post “viralizable”, el acorralamiento al chico no paró.

Y es que, como alguien decía, no hay forma de defenderse ante los juicios del vulgo despiadado e inquisidor. Que condena a muerte civil a ciertos hombres a sola instancia de un activismo escrachero e implacable.

Es entonces que se frivoliza la justicia, la de los principios universales. Juan Soto Ivars habla del abaratamiento de la ética. Y ve en el #MeToo las dos caras que otros también vemos: por una parte, la sensibilización sobre el acoso; por otro, la justicia paralela.

Existe una aberrante cultura de acosos y abusos sexuales en todo el mundo. El #MeToo puso en evidencia su dimensión. Solo que, como algunas corrientes que empiezan con motivaciones plausibles, perdió el control de sus adeptos. Que en nombre del movimiento no solo acaban con verdaderos agresores, sino que arrastran a un buen tanto de inocentes, para los que no hay redención.

Siempre pensé que el “cerdo” Strauss-Kahn llevaba bien su apodo. Quizás me dejé convencer por la actuación de Gérard Depardieu, encarnando un personaje con los mismos rasgos del exdirector del FMI, cuyo presunto abuso sexual a una camarera de hotel nos conmocionó. Pero el deseo de verlo preso no es suficiente. Ni para meterlo a la cárcel ni para excluirlo de la sociedad.

Harvey Weinstein debe estar en la cárcel porque así lo sentaron los jueces. Los condenados por Facebook o Twitter tal vez merezcan ser escuchados antes de colgarse de un árbol.

Daniela Murialdo es abogada.



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