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Raíces y antenas | 17/08/2025

Domingo de elecciones: Mercado Vs Estado una vez más

Gonzalo Chávez
Gonzalo Chávez

Este domingo de elecciones puede ser una gran oportunidad para leer a su columnista dominical preferido discurriendo sobre teoría económica. Así, entre todos, le damos un merecido descanso a la coyuntura económica y política. Entre el desayuno, la espera de su hora para ir a votar o esos minutos en una fila que, ojalá, no se conviertan en un vía crucis, uno puede aprovechar para soltar una “canita académica” sin riesgo de que lo incineren en la hoguera de las redes sociales.

En la actualidad hay una polarización y vulgarización del debate económico digna de telenovela venezolana de la era chavista: Las pasiones de mercado y Estado y los amores prohibidos. De ambos lados se han creado verdaderas franquicias ideológicas, más preocupadas en repetir consignas que en entender las ideas que defienden.

Han aparecido los expertos exprés, esos que, con un par de videos de Gloria Álvarez, las peroratas inflamadas de Laje y, por supuesto, las rabietas épicas de Milei, se gradúan como sacerdotes del libertarismo en tiempo récord. Visten la toga invisible de la sabiduría y están siempre listos para crucificar a cualquier estatista que se les cruce en el feed.

Del otro lado florece el marxismo de TikTok, donde El Capital de Marx se explica en 10 minutos (con música de fondo) y se adereza con las infalibles homilías de los predicadores locales, sea García Linera o Choquehuanca.

En ambos bandos este saber instantáneo se transforma en convicciones de acero, defendidas a fuego, espada y algoritmo. El debate público se convierte así en un ring donde la solidez de los argumentos se mide por la velocidad de la conexión a internet.

Algunos siguen viendo la economía como un ring de boxeo de los años 30: en la esquina roja Sir Lord Keynes, dispuesto a gastar como un descocido; en la esquina azul el liberal con motosierra, listo para cortar hasta el aire. El problema es que esta pelea, mercado vs Estado, se repite hace tanto que es como discutir si el telégrafo es mejor que el fax, ignorando que existe el Wi-Fi.

La verdad es que el mercado no es ni un santo con poderes ni un villano de culebrón. Es más bien como un chef: puede servir alta cocina o arruinar el asado si lo dejamos solo.

A lo largo del tiempo varios economistas, lejos de querer dinamitar el mercado, se han dedicado a identificar sus fallas y proponer cómo corregirlas. Porque sí, el mercado funciona bien en muchas cosas, pero a veces mete la pata, y ahí entran en escena estos verdaderos “mecánicos del sistema”, cada uno especializado en reparar un tipo distinto de avería.

Ronald Coase fue uno de los primeros en señalar un problema muy cotidiano: hacer negocios no es gratis. Negociar, coordinar y contratar cuesta tiempo y dinero, lo que él llamó costos de transacción. Es como si para preparar un simple sándwich tuvieras que comprar el pan en una tienda, la lechuga en otra y el queso en otra más: al final del día te habrías gastado más en pasajes y tiempo que en la comida. Por eso existen las empresas y los supermercados, que concentran todo en un solo lugar.

Joseph Stiglitz y Michael Spence pusieron el foco en la asimetría de información: cuando una de las partes en la transacción sabe mucho más que la otra. El ejemplo clásico es el del auto usado: el vendedor sabe que la caja de cambios está a punto de morir, pero el comprador no. En esta condición el que adquiere el carro puede perder en esta falla de mercado. Las garantías, certificaciones y revisiones mecánicas nacieron justamente para equilibrar esa balanza.

Daniel Kahneman y Vernon Smith nos recordaron que, contra lo que dice la teoría clásica, no siempre actuamos con la cabeza fría. En crisis, vendemos barato por miedo; en épocas de bonanza, compramos caro por euforia. Esta irracionalidad humana explica por qué tantos pequeños inversionistas pierden dinero en la bolsa. La solución: educación financiera y mecanismos que nos ayuden a no dejarnos llevar por el pánico o la codicia.

Elinor Ostrom desmontó la idea de que todo recurso común está condenado a destruirse, la famosa “tragedia de los comunes”. Cuando los derechos de propiedad no están bien determinados y el bien es de todos y de nadie. Mostró que, con reglas claras y vecinos organizados, un bosque, un lago o un huerto pueden sobrevivir por décadas. Piense en comunidades que acuerdan cuántos litros de agua puede sacar cada familia para que el pozo no se seque.

Jean Tirole, a quien tuve el gusto de conocer, estudió lo que pasa cuando unos pocos dominan un mercado: competencia imperfecta. Si solo hay dos aerolíneas pueden subir precios y bajar la calidad sin miedo a perder clientes. Su propuesta: reguladores competentes que impidan abusos y fomenten más competencia.

Paul Milgrom y Robert Wilson detectaron un problema menos visible: subastas mal diseñadas para bienes públicos. Si las reglas son malas, licencias de telecomunicaciones o concesiones mineras acaban en manos de un pequeño grupo por precios ridículos. Ellos crearon sistemas que fomentan una competencia real que garantiza que el Estado obtenga un valor justo.

En resumen, el mercado no es un ente perfecto que se autorregula mágicamente, pero tampoco un desastre irremediable. Es un sistema que, como cualquier máquina compleja, necesita mantenimiento, ajustes y, a veces, un buen mecánico que sepa dónde apretar la tuerca.

Pero el Estado tampoco es precisamente un bailarín sin defectos. Hayek advirtió que demasiada planificación central asfixia la innovación: ningún burócrata puede decidir cuántos zapatos necesita un país sin equivocarse de talla. Buchanan nos recordó que políticos y burócratas también tienen intereses propios, y que darles poder sin control es como regalarle una tarjeta de crédito ilimitada a un adolescente. Douglass North insistió en que las “reglas del juego”, las instituciones, importan tanto como los recursos: países con leyes claras y tribunales confiables crecen más que aquellos donde todo depende del humor del gobernante. Y Acemoglu, Johnson y Robinson demostraron que las instituciones inclusivas, las que dejan participar a más gente, son la base de la prosperidad; mientras que las extractivas solo sirven para repartir el botín entre unos pocos.

En resumen: mercado y Estado no son gallos de pelea, sino bailarines que a veces se pisan los pies. El reto es que aprendan a coordinarse a no pelearse por la pista y a no creerse el dueño exclusivo de la música. Mientras tanto, usted siga en la fila para votar. No lo atenderán más rápido por leer sobre economía, pero tendrá mejores argumentos para la sobremesa electoral… y, con suerte, para callar al cuñado que siempre gana las discusiones.

Gonzalo Chávez es economista.



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