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09/07/2020
La madriguera del tlacuache

Como funámbulos, caminando con vértigo en la cuerda floja

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Como la corrección política me persigue como un castigo hinduista, me amonestaron por dar resonancia a la teoría conspirativa de que probablemente unos chinos armaron esto para engordarnos y después comernos. Es que gran parte de la población mundial aumentó de peso, a la par que iban en alza sus estándares culinarios. Empecé mi claustro consultando si el pollo se cocía con sal; ahora mi duda es si la espuma Vauquelin va con jugo de arándanos o de naranja.

Quizás los que me reprocharon por dar crédito a la historia de que alguien nos engorde para darse un atracón no leyeron Hansel y Gretel. Tal vez no sepan que esas cosas suceden. Pero mejor no evoco a los hermanos Grimm. No vaya a ser que alguien lance sus libros a la hoguera en la que ahora arden Lo que el viento se llevó y los panqueques que se bañaban con la deliciosa miel Aunt Jemima, marca ahora proscrita para no herir a los que no les gusta la historia humana si no viene con la miel políticamente correcta.

En fin, lo que me trae acá no es la comida, sino la constatación de que esta pandemia potencia nuestras inseguridades. Entre más avanza la desgracia, más se debilitan nuestras defensas, aunque nuestro humor, si bueno, dé para reírse y, si malo o escaso, dé para patrullar en las redes sociales.

De ahí que las bromas que pululan desde el inicio mismo de la catástrofe toquen más a quienes, por razones legítimas o impostadas, se sienten expuestos y, quién sabe, inseguros. Es que este virus –que ha penetrado hasta las fibras de los más pequeños– ha venido atacando los pulmones y, más grave, los espíritus. Ha puesto a nuestras almas en la cuerda floja y espera que caigan. Y muchas caen. O tiemblan en la cuerda ante el vacío.

Por ejemplo, las estadísticas, –poco piadosas como son– muestran un aumento de separaciones por la cuarentena. Y es lógico. Dos seres compartiendo las 24 horas del día las pocas alegrías y las muchas angustias provocadas por el nuevo COVID. Dos personas insuflando ansiedad a un hogar que ha dejado de recibir sueldos o tiene algún pariente implorando por un respirador.

Es posible que llevar una carga muy pesada los desborde. A veces la unión no hace la fuerza. Sucedió antes con las parejas que lucharon la revolución y sufrieron los mismos campos de tortura. Que podían compartir un pasado en comunión, pero no un futuro en el que la memoria durmiera en la misma cama.  Me acuerdo de Álvaro y Raquel, para aludir a la política local.

Pero no creo que todas las separaciones recientes sean resultado de malestares mayores, sino de la delgada epidermis que recubre ciertos ánimos (¡punto para el corona!). Es posible que muchas rupturas de pareja sean causadas por no saber intercambiar sus propios tedios. Porque se hayan agotado Netflix y los juegos de mesa o porque nunca hayan aprendido a disfrutar sus espacios cada uno en solitario. Como creí que había aprendido mi esposo hasta hace 20 minutos –mientras escribo– que insiste en que veamos Straight, No Chaser, un documental sobre Thelonious Monk. Y no sé cómo hacerle saber que me debo a mis lectores, sin herirlo. Quiero pensar que la expulsión a la fuerza del marido y el jazz de la habitación por unas horas no es aún causal de divorcio, para que no aumentemos la curva estadística.

Otra razón de la fatiga puede ser la falta de terapias o de meditación al estilo Kundalini, de quien ha sido violentado en su rutina. Del anfitrión que está en casa siempre y al que le han caído de visita permanente y por varios meses, el cónyuge y los hijos.

Recuerdo cuando mi abuelo se jubiló. Ocupaba sus horas vacantes en acomodar y reacomodar las ollas y demás enseres de la cocina, para desesperación de mi abuela, que no se resignaba a tener al viejo detrás de ella, alterando sus trabajados hábitos.

Hace unos meses una querida amiga (esposa de un renombrado periodista que dirigía un periódico en Cochabamba), a la que le pregunté si estaba escribiendo un nuevo libro, me respondió –con acento socarrón–, que no. Que había dejado de escribir porque él se había retirado...

Yo soy una de esas anfitrionas que no sale de casa. Solo que mi combinación de yoga, flores de Bach y psicoanálisis bien dosificado, me han permitido recibir con beneplácito a mi esposo, que trasladó enterita su oficina a casa, y a mi hijo menor (que a pesar de sus escasos casi cuatro años ya pasaba por mañanas de guardería).

La homeopatía y la respiración de fuego funcionan, eso sí, hasta que llegamos al fatal momento de la escuela virtual, que desde hace cuatro meses llamo yo la “Hora Cero”. Es ahí cuando el coronavirus se relame esperando que caiga yo de la cuerda floja al vacío. La escena se repite día tras día. Los primeros 20 minutos de trabajo prescolar mantengo mis pompones y gritos stronguistas de aliento. Al minuto 40 mi pulso comienza a revolucionarse y mis membranas cerebrales a inflamarse. Y cada noche me llegan las epifanías. Cierro los ojos y se aparecen mis profesores de colegio vestidos con túnicas e iluminándome con una luz incandescente me repiten su reproche: “No profanarás nunca más el nombre de ningún profesor”. Y no lo haré.

En la lista de los espíritus infectados, también están algunos líderes políticos, cuyo populismo, artilugio barato, les ha salido caro. Trump, Bolsonaro, Johnson, López Obrador. Todos cuentan trágicamente cada noche a los muertos como ovejas saltando sobre su almohada. Ninguno ha caído de la cuerda, pero merecen una buena sacudida.

Y ni hablar de los snobs “con conciencia social”. Aquellos con almas sin convicciones de fondo que, sin importar si son de derecha (como en España) o de izquierda (como en Alemania), salen en plena pandemia a las calles a reclamar que se está violando (¡ay!) su derecho a la libre locomoción. Para no mencionar nuestras manifestaciones locales en días pandémicos. Como una de la eterna dirigente Wilma Plata del magisterio, junto a decenas de maestros y alumnos –bien pegaditos entre ellos–, que exigían la renuncia del ministro Víctor Hugo Cárdenas “para, con ello, mejorar la educación del país”. Así, quizás si lográramos la renuncia del ahora viceministro de Deportes, conseguiríamos medallas de oro por docenas en las Olimpiadas, cuando éstas vuelvan a existir, claro. Me imagino a COVID-19 frotándose las manos y rogando que ni Merkel ni Sánchez ni Añez cedan a la estupidez. Así, los inconformes continuarían copando los espacios públicos y él podría seguir haciendo de las suyas.

Sí, cada uno de nosotros padece de distintos modos las turbulencias espirituales de la pandemia. La falta de aire fresco, el temor, la impaciencia y la incertidumbre no ayudan a mantenernos bien parados sobre la cuerda. Hay que agarrarse fuerte de la barra y como buenos funámbulos, no mirar abajo porque no hay red. Ahí nos espera el virus, excitado de vernos bambolear o, quién sabe, ceder de una buena vez al vértigo y caer.

Daniela Murialdo es abogada.



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