Por efecto del
COVID-19, el PIB en Bolivia se podría contraer en 3% o más; como
consecuencia, un millón de empleos formales y 4,2 millones de informales están
en riesgo. Ante estas amenazas, el gobierno adoptó medidas en apoyo a las empresas,
mayormente en el ámbito financiero, y anunció un Plan Trabajo que imita el
modelo del Fondo Social de Emergencia (FSE) de los años 86 al 89.
Pretende crear 600.000 empleos.
Existen grandes diferencias entre la coyuntura en la que respondió exitosamente el FSE y la actual. No es una alternativa viable frente a la crisis y, menos, para salir fortalecidos de esta inédita experiencia, porque responde a una errada concepción de “empleo” como sinónimo de “ocupación”, ocultando el cuentapropismo, acentuado en los últimos 14 años, al que un 70% de la fuerza laboral está forzado a dedicarse debido a la incapacidad estructural de la economía para crear oportunidades laborales productivas, dignamente remuneradas.
El empleo digno no es un tema de política social. Debe ser el objetivo fundamental de las políticas de desarrollo: el esfuerzo humano –no los recursos naturales– es el origen de la riqueza; y las personas –no el Estado o los dueños del capital– deben ser las destinatarias directas y finales de los beneficios del crecimiento. Por ello, la salud de una “economía para la gente” no se mide por la tasa de crecimiento del PIB sino por la cantidad y la calidad de las oportunidades de empleo que es capaz de generar.
El crecimiento del PIB depende de la productividad y del nivel de empleo; el efecto (o la calidad) social del crecimiento, depende de cómo la productividad se traduce en salarios y en ingreso disponible para los hogares para equilibrar, lo que se produce, con lo que la sociedad demanda. Implica necesariamente la distribución del ingreso conforme se genera el producto. No la re-distribución de la riqueza acumulada, sino la distribución directa del valor conforme se lo crea, para garantizar capacidad de consumo compatible con la capacidad del aparato productivo.
Por eso, los programas estratégicos de empleo, durante la crisis y a corto plazo, deben preservar el empleo productivo; a mediano y largo plazo, contribuir a la diversificación del aparato productivo en un contexto de equidad y de inclusión social. Pero sabemos que Bolivia se caracteriza por tener una institucionalidad disfuncional para el desarrollo humano productivo. En consecuencia, implica que los programas de empleo deben tener un marco normativo especial para reducir los obstáculos que limitan la capacidad de crear empleo en la economía real; a nivel de empresas, los programas deben promover formas de gestión comprometidas con la mejora permanente de la productividad y de la equitativa distribución del ingreso.
Las necesidades de empleo, ingresos y equidad social deben estar alineadas con metas y objetivos para eliminar los obstáculos y cuellos de botella que limitan y distorsionan la demanda: usar la capacidad instalada sólo tiene sentido si existe una demanda compatible con esa capacidad.
Hoy enfrentamos un mercado reducido y con baja capacidad de consumo, descontrolado y pleno de competencia desleal; y una institucionalidad disfuncional para el desarrollo productivo: el sector extractivo y la estabilidad macroeconómica son las prioridades incuestionables en tanto que el empleo digno, la equitativa distribución del ingreso y la diversificación del aparato productivo son temas de discurso, pero no de acción política.
Para superar el enfoque del “empleo de emergencia”, es necesario que los programas estratégicos de empleo consideren, como rasgos distintivos, por ejemplo:
Estas características los distingue conceptualmente de los programas de “empleo de emergencia” que, esencialmente, “financian ocupaciones a fondo perdido”, mayormente desarticuladas, sin proyección en el tiempo, y sin aportes al fortalecimiento del aparato productivo.
Enrique Velazco, director de Inaset, es especialista en temas de desarrollo.