La acumulación oprobiosa de nuestro retraso histórico se mide no solo en un reloj que gira al revés en el mero centro del poder político de Bolivia, en la torre del edificio del Congreso, sino en la vida cotidiana de cada uno de los ciudadanos.
Salimos a la calle y nos topamos con un tráfico infernal en horas punta, a veces causado por autos estacionados en los lugares más inconvenientes, y nunca sancionados porque no hay policía a la vista. En La Paz caminamos una ciudad construida sobre más de 300 ríos y riachuelos malolientes, contaminados por basura en descomposición, aunque sus aguas nacieron prístinas a pocos kilómetros en las montañas nevadas. Nuestros pies tropiezan peligrosamente al recorrer aceras rotas, levantadas, llenas de agujeros, o desniveladas porque cada vecino hace su acera como le da la gana, sin regulación del municipio. Levantamos la vista y el paisaje urbano aparece saturado de marañas de cables que cuelgan de los postes sin ninguna racionalidad, y anuncios publicitarios colorinches desde el suelo hacia arriba: cualquier tienducha coloca un letrero tan grande como la fachada misma, lo que en ciudades civilizadas está prohibido.
Aquellos que se llenan la boca con “La Paz ciudad maravilla” (título de pacotilla otorgado a cambio de dinero por Bernard Weber, bribón aventurero, y no por una institución seria), no conocen lo que es una ciudad amable, que no necesita ser “maravillosa” de mentiritas para ser un espacio agradable y amigable para vivir el día a día, una ciudad limpia, caminable, con transporte seguro, con un paisaje urbano que alegra los sentidos en lugar de deprimirlos.
Pienso en esos grandes edificios con bosques integrados, como el Bosco Verticale de Stefano Boeri en Milan (Italia), las torres de Nanjing y el Mountain Forest Hotel en Guizhou (China) del mismo arquitecto, o el Tree Mountain de Shangai (con 300.000 metros cuadrados de árboles), entre otros que armonizan la vegetación entrelazada con la arquitectura. En los últimos años, y particularmente a partir de la pandemia, se ha visto que grandes ciudades inteligentes están retirando el cemento para ampliar las aceras darle espacio a la naturaleza.
En los techos de Nueva York, donde antes solamente destacaba el clásico tanque de madera para agua, ahora crecen jardines. Lo mismo sucede en ciudades de Canadá o de Australia. No se trata de elementos meramente decorativos, pues se ha comprobado que los jardines urbanos capturan y limpian el dióxido de carbono del aire, su humedad permite mantener temperaturas constantes, ahorrar agua y favorecer el desarrollo de especies urbanas de aves e insectos. En París, las antiguas vías de tren de la estación de Bastille, donde hoy se alza la moderna Opera de la Bastille, han sido convertidas desde 1993 en un hermoso jardín elevado de 4.7 km de longitud, con una generosa variedad de plantas. Algo similar se hizo en el High Line de la ciudad de Nueva York, con 2.33 km de largo. En Viena se conoce como “urbanismo feminista” porque fue de la mano de varias alcaldesas que se transformó en una ciudad verde y peatonal.
El coronavirus dio impulso a la Nueva Área de Xiong’an (China) hasta el límite tecnológico de la autosuficiencia. La ciudad abrió un concurso público (que ganó el arquitecto español Vicente Guallart) con estas condiciones: 1. Edificios construidos con madera y otros materiales locales. 2. Que produzcan su propia energía y alimentos. 3. Que permitan la auto-fabricación de componentes.
Son muchas las ciudades donde autopistas o viejas vías ferroviarias han sido convertidas en jardines y paseos para ciclistas y peatones. Mientras en Bolivia la enfermedad del cemento endurece el cerebro de los alcaldes, en ciudades inteligentes (con alcaldes inteligentes) se privilegia los pulmones verdes y los espacios de convivencia ciudadana.
Uno de los ejemplos más hermosos de recuperación de espacios para la naturaleza y los ciudadanos es lo que se ha logrado en el viejo cauce del rio Turia, en Valencia (España), que alberga bosques, complejos para deportes y desde 1998 la asombrosa Ciudad de las Artes y las Ciencias que diseñó el arquitecto Santiago Calatrava. Esa experiencia merece un artículo aparte.
Bogotá suma cada año más ciclovías permanentes y exclusivas (127 kilómetros en 2020), además de que cada domingo cierra sus principales avenidas para que los ciudadanos puedan sentir que la ciudad es también un parque público. Cada vez hay más ciudades civilizadas que priorizan los recorridos peatonales, desarrollando obras de infraestructura importantes para que los ciudadanos puedan transportarse de manera más amigable. Los puentes exclusivos para peatones y ciclistas se multiplican sobre los ríos y en avenidas arboladas, para que sea más agradable recorrer la ciudad en bicicleta. Se cierran definitivamente las calles a los vehículos para hacerlas peatonales, y se eliminan los estacionamientos callejeros para plantar árboles en las avenidas. En La Paz se trató de hacer lo mismo en tres cuadras de la calle Comercio, hoy convertidas en un mercado deplorable.
El ejemplo que todos conocemos porque lleva muchos años de desarrollo ejemplar, es Amsterdam, donde el peatón manda y las bicicletas son el principal medio de transporte, a tal punto que hay más bicicletas que habitantes en la ciudad, y uno puede usar bicicletas puestas gratuitamente a disposición de los visitantes. Las calles y los puentes están llenos de bicicletas sin cadenas, porque a nadie se le ocurriría robárselas. Los autos son raros en el centro de la ciudad, y están permitidos solamente en algunas zonas y calles donde viven sus propietarios y a donde acceden con controles especiales. A ningún ciudadano se le ocurriría quejarse de que no dejen circular a su auto. En Bolivia hay enfermos del volante que se quejan hasta del Día del Peatón que se realiza un solo día cada año.
Las ciudades más civilizadas recuperan el espacio público para los ciudadanos, las más salvajes siguen vaciando pavimento y ampliando las vías para los automóviles.
Curitiba fue en 1980 la ciudad pionera de la Rede Integrada de Transporte (RIT), que consiste en carriles de circulación exclusivos para autobuses. Le siguió Quito con el Trolebús en 1995, y el año 2000 hizo lo propio Bogotá con el Transmilenio, que hoy cubre 114 km con 12 líneas troncales y cerca de 700 km incluyendo las rutas alimentadoras. Cuando la Ciudad de México instaló la primera línea de Metrobús en la avenida Insurgentes, se quejaron tanto los sindicatos de transportistas como los particulares, porque les estaban “quitando un carril”. Hoy la avenida es uno de los lugares más agradables de la ciudad y ha quedado atrás la contaminación que causaban los escapes de los “peseros”. Algo parecido sucedió en Guatemala, Lima y Santiago, pero al final se impuso el bien común. Solo en Bolivia los alcaldes se someten al chantaje de las mafias de minibuseros abusivos que promueven el caos vehicular.
Un buen transporte urbano, limpio y seguro, con paradas fijas y horarios exactos, califica a las ciudades más amables, al igual que la extensión de sus parques y de sus ciclovías. Con menos automóviles los ciudadanos entienden que es mucho mejor tomar un autobús o usar una bicicleta, en lugar de un vehículo que satura el espacio público y envenena el aire.
@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta.