Finalmente, después de grandes
tribulaciones en el proceso, en horas más se realizará el Censo Nacional de
Población y Vivienda –con muchos “etcéteras” en la boleta– mismo que llega con
un retraso considerable respecto del tiempo recomendable –10 años– entre censo
y censo.
Los devaneos del INE, y del Gobierno en general, para su ejecución –se aseguraba que estaba “casi todo listo” a mediados de 2022 e, inopinadamente, se cambió la versión por “no hay condiciones para hacerlo”, lo que desató la ira de Santa Cruz, que se embarcó en un largo paro, por el cual, de alguna manera, el gobernador Camacho se encuentra en calidad de preso político– han generado un clima, no sé si de desconfianza, pero, al menos, de susceptibilidad en relación a la transparencia del mismo, que las autoridades, lejos de despejarla, más bien han dado señales de ahondarla.
El censo, todo censo, es una herramienta esencial de la ciencia demográfica, por lo que mientras más científico sea, más eficacia tendrá a la hora de aplicarla –la herramienta, digo– para su función última, ésta es la planificación del desarrollo durante los siguientes 10 años. Por tanto, mientras más ingredientes ideológicos tenga, menos de científico tendrá. Y tal parece ser el caso del que se avecina. Nada nuevo, se dirá, considerando que el último (2012) tuvo muy poco de científico, o técnico, si se prefiere).
Omitir asuntos esenciales –la matriz mestiza de nuestra cultura, por ejemplo– es irracional; omitir la confesión religiosa, otro tanto. Por otra parte, incidir en aspectos particulares de carácter identitario, es un exceso.
De acuerdo, no sólo se trata de contar las almas que pueblan nuestro millón, noventa y ocho mil, quinientos ochenta y un kilómetros cuadrados de superficie y su distribución (densidad), sino de conocer sus condiciones de vida para, insisto, planificar el desarrollo; pero utilizarlo para autocumplir una profecía de carácter étnico es, cuando menos, obsceno. Cabe mencionar que eso no se lo debemos al régimen masista, sino a “románticos” (enamorados de “lo indio”) como el finado Xavier Albó.
Hasta antes de la Participación Popular, los censos eran una ritualidad casi formal; la PP introdujo la asignación de recursos sobre la base poblacional, por lo que en vísperas de los censos post-PP los municipios entran en pánico ante la movilidad de los “estantes” que moran en ellos, pero que tienen arraigo en otras zonas. De igual manera –referencia poblacional–, los guarismos del censo determinan la asignación de una parte de los representantes al parlamento. No es poco lo que está en juego.
A todas estas variables entrecruzadas debería sumarse la de la transparencia informativa para que la ciudadanía conozca los pormenores del proceso en todas sus fases. Sin embargo, el Gobierno, a través de su entidad estadística, se ha mostrado muy hermético, cayendo a ratos en el secretismo, en lugar de abrir de par en par las puertas de la información.
De forma torpe, en inicio, y algo matizada, luego, el INE ha puesto trabas a la labor de la prensa (medios en general) para la cobertura del acto censal el día de su verificativo. Cuando algo así sucede, da para preguntar qué es lo que quiere ocultar el ente censor –que, por ejemplo, no ha sido muy convincente en su justificación del uso del lápiz para el registro–. Total, que en la víspera del censo hay un ambiente enrarecido de suspicacia.
Por el bien de la ciudadanía, las fases siguientes –el durante y el post– deben estar en el marco de acceso pleno y libre a la información. De lo contrario, será tan ilegítimo como el anterior.