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H Parlante | 04/11/2021

Calibrando el Calamar coreano

Rafael Archondo Q.
Rafael Archondo Q.

Ni bien empezó a ser difundida por Netflix, ya en su primer mes, la serie “El Juego del Calamar” (Hwang Dong-hyuk) convirtió en adictos suyos a 142 millones de hogares en el mundo. Las raíces del éxito surcoreano son diversas: desde esa brutalidad descarnada envuelta en algodón dulce, ya saboreada en “Parásitos” (2019. Bon Joon-ho) hasta el mero impulso básico de regocijarse por la fatalidad de 456 perdedores dispuestos a cambiar su suerte sin importar el costo.

Este es un intento por acometer una lectura política del relato, es decir, de calibrarlo en medio de sus condiciones circundantes.

En "El Juego" coexisten dos mundos, uno real y otro ficticio. El primero está lleno de crueldad económica; el segundo, de letal competencia deportiva. El contraste entre ambos universos es la clave de su explicación recíproca.  

Un grupo de hombres y mujeres tiene la oportunidad de elegir en cuál de los dos quedarse y muchos se decantan individualmente por el segundo. Lo hacen sólo cuando han regresado al que el guionista de la serie bautiza como “el infierno” (el primero). ¿Por qué optar por ése si les puede demandar la vida? (en el otro mundo, el pago más alto a pagar sería sólo la ruina financiera, nunca la eliminación física). Deciden así, porque en el “Juego del Calamar” impera la igualdad absoluta, es decir, nadie ostenta una ventaja intolerable que no provenga de su edad o su fortaleza muscular.

Sin embargo, como suele ocurrir, ganar en justicia implica perder en libertad. Las reglas del Calamar se cumplen de manera drástica y letal y se aplican a todos y todas sin distinciones. Así, la muerte se transforma poco a poco en un hecho incómodo, pero cada vez más irrelevante mientras no te toque. Tal es el valor que va alcanzando el no retornar al universo real lleno de deudas y privaciones. Emulando a Tarantino, la muerte en "El Juego" es apenas una manchita de sangre en la cara.  

En algún momento, los organizadores del reality show descubren que uno de los jugadores, un cirujano, ha sido capaz de enterarse qué juego viene a continuación mientras extrae órganos de los competidores eliminados. Entonces el líder castiga de manera ejemplar la falla, no sin antes pedir disculpas a los participantes. Es que nadie puede gozar de privilegio alguno. Ahí descansa la legitimidad del sistema.

¿Y los pliegues de la política? Resulta que los financiadores del juego son millonarios occidentales, que no saben qué hacer en su tiempo de ocio. De modo que los coreanos compiten a navajazos para el deleite de los VIP de máscara dorada. Sin embargo, los conejillos de Indias terminan dándole una lección moral a sus opresores al imponer su nobleza nacional por encima de las horrendas normas del espectáculo. ¿No estamos acaso ante una invocación escondida para reunificar las dos Coreas?

En el torneo final, los finalistas derrochan pundonor y desprendimiento ya que, si bien entregan un ganador, éste no toca el dinero, y su victoria es obra de la amable otorgación de la vida de su rival vía inesperado suicidio. Es toda una lección de humanidad en medio de tanta sed de victoria y suma cero. La superioridad ética de los competidores es la fuerza que triunfa al agotarse la cuenta regresiva. Los atributos sociales y empáticos de los condenados a morir o enriquecerse aparecen destacados durante toda la serie, cuando se tejen alianzas, se abre paso la solidaridad con el más viejo o se hacen relevos para proteger a la manada. Hay numerosos actos de amor incondicional en abierto desafío a la crueldad inoculada por las reglas del Calamar.

El otro elemento nodular de la serie podría ser que el mundo real es el capitalismo (Corea del Sur) con toda su estela de deudas, hipotecas y aspiraciones de consumo, mientras el del Calamar tiene los trazos de Corea del Norte, con su lógica uniformada y ultra igualitaria, su comida magra y racionada, la presencia de un líder dorado y una muñeca de ceremonias de ternura infinita que anuncia las muertes como si se tratara de la otorgación de créditos de vivienda o becas escolares. Es el mundo justo, pero liberticida creado por Kim Il-sung.

En síntesis, un sistema posee lo que le falta al otro. Por eso, "el Juego del Calamar" tiene toda la pinta de una invitación sutil a derribar esa frontera altamente artillada que tiene quebrada la península coreana desde 1953 y construir, a renglón seguido, una nueva potencia que junte Samsung y Hyundai con los misiles nucleares de la República popular. 

*Rafael Archondo es periodista y docente universitario 



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