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Quien calla, otorga | 25/05/2024

Beirut amada y amante

Alfonso Gumucio Dagron
Alfonso Gumucio Dagron

Leí La amante en guerra (2007) de Maruja Torres porque en alguna reseña se mencionaba el nombre de mi primo Juan Carlos Gumucio, quien fue corresponsal de guerra en Medio Oriente y vivió varios años en Líbano en pleno conflicto bélico. Efectivamente la obra de la escritora y periodista española lo nombra varias veces, pero antes de llegar a eso, vamos a la obra.

La relación de amor entre Maruja Torres y Beirut se remonta a 1987, cuando visitó por primera vez esa ciudad convulsionada y estremecida por las bombas. Entiendo que en otro libro anterior se refiere con mayor detalle a aquella experiencia, pero con este se despide de la ciudad que tanto amó. La amante del título no es la escritora: es la ciudad “tullida pero majestuosa. Hermosa y grave, herida”, aunque también es ella, la mujer periodista que se deja seducir para regresar una y otra vez como corresponsal, porque Beirut es “un virus que se mete en la sangre y no te abandona”, como la malaria. La relación estable, “matrimonial”, es con la Barcelona donde tiene casa propia, pero Beirut es la amante que no puede dejar de visitar por largos periodos.

Aunque no encasilla su obra en un determinado género literario, lo cierto es que tiene más de crónica y de diario personal que de novela o ensayo, aunque por su curiosa estructura podríamos asociarla a una novela: empieza por los últimos acontecimientos, el último día, su evacuación de la ciudad, y en sucesivos capítulos narra los días anteriores, como un lanzamiento al revés. No me queda del todo claro el beneficio de esa lectura a la inversa, que parece más un striptease al revés que a un flashback, pero bueno, son las licencias incuestionables que se toma quien escribe. Quizás Maruja Torres pensó en la base para un guion de cine.

Lo importante es que el 2006 marca 20 años de relación tumultuosa con la ciudad, una relación en la que se mezclan emociones y afectos contradictorios, mediados no tanto por el acontecer político regional y el horror de la agresión de Israel, como por las relaciones que la autora establece con personas que, como ella, aman su ciudad, tanto libaneses como expatriados que trabajan allí.

Del 25 de julio (último día, evacuación) al 12 de julio (primer día de la guerra) y los “días de bruma” previos, apenas transcurren tres semanas, pero demasiadas cosas como para despojarlas de memoria. No es este un relato sobre la situación de Medio Oriente, demasiado compleja incluso para los más especializados o los que han vivido allí toda su vida. Más bien, y mejor, es un testimonio en primera persona sobre la cruel agresión a Líbano por Israel, Estado fabricado en 1948 en el territorio bajo mandato del Reino Unido desde 1920, y mantenido por la fuerza de las armas (y por la hipocresía europea y gringa) durante las décadas siguientes.

Cada capítulo no es sólo un relato sobre un día, 24 horas, bombas más o bombas menos, sino que incorpora memorias anteriores y también zonas de respiro que aparecen como “interrupciones”, donde la autora deja de escribir (y lo dice claramente) para atender otros asuntos (pedestres a veces) en Barcelona, donde escribe en caliente lo que acaba de vivir a 3.033 kilómetros de distancia. “Mi hermana y yo comeremos juntas hoy…” y otras interrupciones son también una manera de marcar distancia, de decirnos que no nos involucremos pasionalmente con ese amor que es de ella, sino racionalmente. Se intercalan en el relato recuerdos de anteriores viajes, de personajes que ya no están, de lugares que han cerrado sus puertas o han sido reducidos a escombros por las bombas.

Es imposible leer este libro publicado hace 17 años sin pensar en la carnicería de Israel en Gaza, en 2024, a la vista y paciencia de potencias “democráticas” que toleran y apoyan la agresión aunque multipliquen sus llamados a la “paz”. Sin duda se están escribiendo ahora bajo las bombas otras páginas que narrarán la barbarie de Netanyahu y su ejército. Lo dice bien Maruja Torres: “Para estos canallas todos los árabes son terroristas”. Y otra frase que podría ser escrita hoy: “La guerra anterior no alcanzó el tipo de demolición masiva que Israel puede ofrecer en una sola actuación”.

Las descripciones son elocuentes, hay una habilidad seductora para narrar los ambientes de manera cinematográfica. La arquitectura viste o desviste la ciudad bombardeada, su piel lastimada no alcanzó a envejecer. Muchas cirugías no esconden las heridas profundas.

La segunda parte del libro es una “Carta a Manuel” (no pude dejar de pensar en el libro de Cortázar), un alegato de 53 páginas dirigido a un joven libanés mencionado frecuentemente en la primera parte. Maruja Torres le habla como a un hijo que ella cobijó y ayudó, uno que prometía mucho pero termina decepcionándola, abandonando Beirut y dejando atrás más que eso: sus ideales. La carta revela mucho sobre los sentimientos de la escritora sobre la ciudad a la que ya no volverá, la amante despechada. En la medida en que es una carta nunca enviada, puede contener licencias de todo tipo: Manuel no la merece, es apenas una excusa para escribir. Es la parte más literaria y ficcional del libro, con cuidadosas y poéticas descripciones, y un hilo narrativo que felizmente no vuelve a interrumpirse.

La ira y tristeza de la autora está  dirigida contra algo que no tiene ni nombre ni corporalidad: la indolencia y el acostumbramiento de los ciudadanos de Beirut para vivir con “normalidad” en medio de los escombros de guerras sucesivas. Más allá de las divisiones ideológicas, están las religiosas: 18 denominaciones (14 cristianas y 4 musulmanas), mantuvieron siempre al país al borde de un suicidio colectivo. Y sin embargo, ahí está, sobreviviente, Lázaro o zombi.

En esa larga carta a un Manuel que no la leerá nunca, Maruja Torres menciona a Juan Carlos Gumucio. Lo recuerda “con su risa feroz y su cordialidad irresistible”, pero se equivoca cuando repite lo que ha escuchado sobre su “absurda muerte”. Añade: “…había empezado a morir años antes, en Jerusalén, y antes aún, en cierto modo: cuando no se adaptó a la Beirut sin guerra susceptible de grandes titulares, en 1990…” Los corresponsales apreciaban esa fuerza explosiva de Juan Carlos, “echamos en falta su periodismo en la catástrofe actual de Oriente Medio”.

Unas pocas páginas más adelante lo menciona de nuevo: “Ha soltado una carcajada salvaje parecida a las que lanzaba Gumucio cuando me proponía correr en moto de noche por la Línea Verde para desafiar a los tiradores escondidos. Yo me negaba: ‘Tengo que buscar noticias, no convertirme en noticia’”. Casi al final, en la última página, vuelve a mencionar a Juan Carlos: “Pero sólo a unos metros de aquí se encuentra la antigua sede de la agencia Associated Press, al abrigo de cuya seguridad Juan Carlos Gumucio y yo dormimos durante los peores bombardeos contra las posiciones de Siria y sus aliados…”

“He regresado -el verbo que más conjugo en este libro, regresar; la palabra más usada: tiempo…” Maruja Torres ha vuelto también para visitar los lugares que en la década de 1980 estaban llenos de vida, a pesar de la guerra, y los ha encontrado cerrados, vacíos o destruidos. “El Líbano no es una causa. Es un tango: Cambalache. Quien quiera redimir a los libaneses perecerá en los infiernos de la desilusión”. 

Al concluir la lectura me quedan enormes deseos de viajar a Beirut, en parte por el estimulante relato de amor a la ciudad que describe Maruja Torres, pero sobre todo pensando en lo que pudo escribir Juan Carlos sobre su experiencia allí. Él sería el principal motivo para ir.

@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta 



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