La dura crisis económica en la que está sumida Bolivia afecta a toda la sociedad de manera transversal e integral. Nadie está libre de una carencia, de una ausencia, de una penuria o, simplemente, de sentirse abrumado por la imposibilidad de mantener la alimentación básica de una familia. Este escenario espolea a los padres y los hunde en relaciones de toxicidad al verse desamparados y vulnerables por no poder mantener una mínima calidad de vida para los suyos.
La discusión en las mesas de los bolivianos es cada vez más dañina. Y lo es no porque entre familiares se busque —de manera voluntaria— un daño colectivo, sino porque ya no existe un mínimo de certidumbre sobre el futuro mediato de cada miembro de la familia. Desde reducir el consumo de carne al mínimo, o de café o de azúcar, hasta restringir toda clase de consumo familiar a niveles francamente desastrosos.
Este emponzoñamiento que la crisis económica está inoculando en los hogares nacionales está produciendo profundas heridas en el núcleo familiar, cuyas cicatrices perdurarán y dejarán un rastro peligroso en el tejido social de los bolivianos.
Desde profundos rencores hasta acusaciones indiscriminadas por no saber o no poder resolver estas carencias y golpes al bienestar de cada miembro de una familia. Las discusiones se acaloran mucho más, el miedo se apodera de la vida diaria y la rutina familiar se fractura, ocasionando hematomas psicológicos difíciles de sanar.
Todos estamos a salto de mata, con el carácter destemplado, con la bronca en la cara y con el insulto listo para ser disparado contra los (i)responsables del manejo de la administración pública.
El consumo de antidepresivos está en su auge. Estamos enfermando como sociedad, como individuos. Estamos colapsando como nación. Ya no creemos en nadie ni en nada. Ya no somos parte de algo y tampoco nos interesa serlo, porque estamos convencidos de que es pura charlatanería o politiquería barata, propia de un proceso preelectoral. Todos nos mienten y todos nos engañan.
Y cuando nuestro cuerpo se siente abrumado por estos niveles de estrés tóxico, cuando experimentamos tensión una y otra vez, comenzamos a desgastarnos. Nuestro cuerpo sufre y nuestra paciencia y tolerancia se derrumban. Nos volvemos personas ariscas, antipáticas. Actuamos con las vísceras, con la rabia contenida. Entramos en una crisis que los neuropsicólogos denominan carga alostática.
Nuestro organismo ya no puede ajustarse a los cambios radicales de nuestro entorno y se vuelve torpe para mantener siquiera un mínimo de equilibrio interno (homeostasis), de una manera dinámica y flexible. Aparecen las cefaleas, los dolores de espalda, afecciones musculares, inapetencia, desmotivación; el juicio se vuelve rígido, con visión de túnel, y nos enroscamos en una depresión.
Nuestro medidor de desgaste neurológico revienta por los aires. El peso acumulativo de estrés crónico que el cuerpo acumula se vuelve intolerable.
De acuerdo con UNICEF, la crisis social, política y económica pone en serio riesgo a niñas, niños y adolescentes bolivianos, que no terminan de entender el porqué de esta crisis sistémica y por qué ellos son las principales víctimas de estos entornos tan tóxicos, que destruyen su estabilidad familiar y emocional.
Las redes sociales alimentan vorazmente esta carga alostática, y sus cuerpos no pueden procesar tanto desequilibrio social y económico. Ellos no son los culpables de nada, pero son las primeras víctimas de este gigantesco caos.
Esta generación de jóvenes, niños y niñas está creciendo en ambientes muy duros, cuyas ramificaciones podrían afectar, incluso, a toda su generación si no se rompe este ciclo vicioso que perpetúa el dolor, la desconfianza y los ambientes tóxicos.
Estamos traumatizando a toda una generación entera. Les estamos privando de un bienestar psicológico, familiar y de una estabilidad económica mínima. Muchos están abandonando el colegio o están “congelando” sus carreras universitarias. No quieren ser una carga para sus padres (angustiados) y se sienten culpables de esa crisis emocional al interior de sus familias.
¿Qué estamos haciendo por ellos? ¿Qué podríamos hacer por ellos?
Estamos tatuando en la piel de cientos de miles de jóvenes y niños una cicatriz dolorosa a causa de una espeluznante irresponsabilidad política.
Estas heridas no les pertenecen y no deberíamos permitir que desgarren sus pieles. De ninguna manera. Ellos son el mañana. El futuro. ¿O es que acaso seremos cómplices de aupar a una generación traumatizada y desvalida de su derecho a crecer, educarse, prosperar, de mirar un futuro prometedor? ¿Acaso seremos cómplices de la locura de estos orates que quieren ahorcar por el cuello a toda una generación de emprendedores?
No olvidemos que la palabra trauma proviene del griego y significa herida. Aquella que provoca lo indecible y fustiga al adolescente, marcándolo para siempre. Nuestros jóvenes y niños serán recordados como la generación magullada por el masismo, así como muchos de mi generación fuimos magullados por las miserables dictaduras militares de los 80.