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Mundo | 04/12/2025   16:49

Derechos humanos en reversa en el continente

En América Latina gana terreno la idea de que la "mano dura" contra el crimen es la solución a la inseguridad, incluso más allá de los derechos humanos.Trump y Bukele encarnan la tesis.

Nayib Bukele, presidente de El Salvador. Foto EFE. Archivo.
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Brújula Digital|Connectas|04|12|2025|

Diana Durán

Si algo han demostrado los ataques contra lanchas que supuestamente llevan drogas en el Caribe -al tiempo que liberan a un narco convicto como el expresidente de Honduras– es que los derechos humanos no son prioridad para el Gobierno de Estados Unidos. Eso conlleva un mensaje muy fuerte para la región: en la lucha contra el crimen todo vale. 

Lenta y sutilmente, ese mensaje ha ido impregnando el ambiente político de América Latina. En una reciente entrevista, el secretario general de la OEA, el surinamés Albert Ramdin, le dijo al diario español El País que mientras las organizaciones delictivas internacionales “no obedecen la ley ni se rigen por ningún tipo de convención social”, a los Estados sí se les exige respetar las normas al pie de la letra. 

“Defiendo los derechos humanos y el proceso debido, pero estamos luchando en una lucha desigual si lo hacemos así”, señaló Ramdin, que hoy tiene a cargo la vocería del organismo multilateral más importante del continente. 

Washington se ha encargado de dar el ejemplo. En una escalada bélica sin precedentes en la región, hasta el 15 de noviembre sus buques han atacado en 21 oportunidades a lanchas en el Caribe y el Pacífico, causando la muerte de al menos 83 personas, ninguna identificada previamente. 

Muchos han criticado esas acciones dentro y fuera de Estados Unidos porque equivalen a ejecuciones extrajudiciales de hombres que presuntamente estaban cometiendo delitos que en Estados Unidos no tiene pena de muerte o, en el peor de los casos, ni siquiera estaban incurriendo en ningún crimen. 

Esta no es la primera vez que se reclama a Estados Unidos la violación de derechos humanos en América Latina. Solo que que en esta oportunidad su procedimiento se ha convertido en una bandera política del presidente del país, Donald Trump, que están recogiendo ciertos gobiernos de la región como una especie de patente de corso para hacer lo mismo: llevar a un segundo plano los derechos humanos en nombre de la seguridad ciudadana.

Los ejemplos ya existente. El estado de excepción que impuso en 2022 el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, sigue siendo, hasta ahora, el hecho más claro de una tendencia que parece expandirse por el continente.

Basta con asomarse a las campañas políticas de países que están en puertas de relevos presidenciales para observar la recurrente frecuencia con la que se menciona la idea de importar el “exitoso” modelo de Bukele. 

Según declaraciones del propio líder político, suprimir garantías –tan fundamentales como la de tener acceso a un juicio justo– y empujar a su país a una de las tasas de encarcelación más altas del mundo (1,5% de su población adulta), ha valido la pena: el crimen -afirma el Gobierno- se redujo en un 98%. 

Es fácil encontrar en las redes sociales videos de gente local que celebra poder salir a la calle segura y que dice esta dispuesta a asumir el costo de vivir en un país donde las críticas a Bukele producen exilios forzados o persecución judicial. 

En la última encuesta sobre su gestión, elaborada por el Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana, el 75% de los encuestados piensa que lo mejor que le está ocurriendo a El Salvador es la seguridad, aunque el 37% contestó que ya era hora de buscar otras salidas.  

“Puedes entender que en algún momento dado en El Salvador [el apoyo de la población] haya llegado a ser mayoritario porque realmente la violencia se había extendido a todas las capas sociales”, reflexiona Anna Ayuso Pozo, investigadora sénior para América Latina del Barcelona Center for International Affairs (CIDOB). 

Pero se trata de estrategias de corto plazo que no resuelven las causas de fondo de la criminalidad y crean para los ciudadanos del común el riesgo de ser encarcelados injustamente y sin recursos para defenderse. Como dice Ayuso Pozo, “finalmente estas actuaciones terminan por generar más violencia”. Aun así, el plan de gobierno de Bukele basado en estados de excepción, que otorga temporalmente a los mandatarios poderes extraordinarios sin los contrapesos propios de las democracias, resuena en otras latitudes.

En Chile, por ejemplo, el país se prepara para una segunda vuelta electoral en que las encuestas dan por ganador al candidato del Partido Republicano, José Antonio Kast. Y en ese contexto hace unas semanas Arturo Squella, senador y presidente de esa colectividad de derecha, declaró que si Kast triunfaba en los comicios, habría cómo decretar estado de excepción y así combatir mejor el crimen organizado. 

El crimen en Latinoamérica persiste porque se organizó como negocio, señala el constitucionalista colombiano Rodrigo Uprimny. “Tenemos economías criminales complejas donde el narcotráfico juega un papel dinamizador indudable, pero no es el único. Entonces, las poblaciones sienten angustia: sí, muy chévere tener estado de derecho, pero no es capaz. Y necesitamos un estado de derecho capaz”. 

Y lo más impresionante es que esos gobiernos autoritarios actuales, que tienen un origen democrático, ni siquiera tratan –como hacían en su momento las dictaduras militares– de esconder sus crímenes. Lo demuestran los videos y fotos de los bombardeos de Estados Unidos; o de la megacárcel en la que Bukele sometió a torturas a migrantes latinoamericanos; o de los más de 121 muertos tendidos en el piso tras un operativo policial en Río de Janeiro —ordenado por el gobernador bolsonarista, no por el presidente Lula—

La gente aplaude eso porque lo ve como la única salida al debate de la seguridad”, dice Uprimny. Señala que los defensores de derechos humanos de América Latina han fallado en algo esencial: tomar mucho más en cuenta las inquietudes ciudadanas sobre este tema. “El desafío de quienes creemos en los derechos humanos es recolectar buenas prácticas de seguridad compatible con democracia constitucional; aterrizar recomendaciones específicas y mostrar que eso es posible. No quedarse en las denuncias a los autoritarismos, eso también hay que hacerlo, pero no quedarse ahí. El mundo de los derechos humanos tiene que tomar en serio el desafío de la seguridad. Si no, es la sociedad la que no va a tomar en serio los derechos humanos”.

Esa nueva popularidad de la mano dura tiene su origen, en parte, en la percepción de que la izquierda latinoamericana ha dejado en segundo plano la seguridad. Colombia, uno de los países que se alistan para elecciones presidenciales en 2026 —junto a Brasil y Perú—, es ejemplo de ello. Según Uprimny, a la próxima contienda electoral le urge “una buena estrategia de seguridad porque las debilidades de la de Petro no resisten más tiempo”. La tasa de homicidios del país sigue siendo de las más altas del continente: en 2024 fue de 25 por cada 100.000 habitantes. 

Según el portal Insight Crime, solo dos países superaron esa cifra: Venezuela, cuya tradición de violación sistemática a los derechos humanos nada tiene que ver con la seguridad sino con la permanencia del chavismo en el poder; y Ecuador, que alcanzó la cifra histórica de 38,8 homicidios por cada 100.000 habitantes. 

En este último país, donde las redes de narcotráfico y la violencia pandillera están acorralando a la población en niveles nunca antes vistos, el Gobierno de Daniel Noboa gestionó este año ante el Congreso leyes para darles a las fuerzas de seguridad más facultades y menos obligaciones de rendir cuentas. Así lo ha resaltado la organización Human Rights Watch.  

Patricio Navia, analista chileno y profesor de la Universidad de Nueva York, incluye nuevos elementos: “El desafío de los países de América Latina es tener sociedades en las que la gente sienta que son ciudadanos con derechos y que sus derechos se respetan. Y por lo tanto, ellos también tienen que respetar el derecho de los demás. Y me parece que eso no ocurre en nuestra región porque la gente percibe que nuestras sociedades son injustas por distintas razones y que, por lo tanto, la violencia es un medio legítimo para cambiar esta injusticia”. 

Navia asegura que en el continente tanto la izquierda como la derecha se han equivocado: el orden no está por encima de los derechos humanos ni viceversa. Y que incluso en situaciones críticas, como los bombardeos de Estados Unidos en el mar Caribe, “también hay reglas que se pueden y deben respetar. El problema de no respetarlas es que estás dando una autorización para que los otros no lo hagan” y ese permiso tácito, resalta el profesor Navia, “es terriblemente peligroso”. 

BD/IJ



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