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Economía | 05/04/2024   05:05

|OPINIÓN|Bonos sí, déficit no|Roberto Laserna|

Foto: ABI

Brújula Digital|04|04|24|

Roberto Laserna

En una sorprendente coincidencia, dos columnistas que suelen estar en posiciones opuestas, proponen eliminar los bonos sociales, pero disputan sobre los argumentos para hacerlo. Antonio Saravia y Enrique Velazco consideran en artículos publicados la semana pasada en Brújula Digital, que los bonos son una fuente importante del déficit fiscal y no encuentran mayor justificativo para mantenerlos. Creo que sería más interesante alejarnos un poco de las ideologías.

Si bien es cierto que he propuesto varías veces combatir el rentismo mediante transferencias directas en efectivo a la gente, nunca promoví ni propuse la creación de bonos y mucho menos pretendiendo realizar con ellos obras de ingeniería social. Lo que hice hace 20 años fue estudiar los impactos del rentismo y las maneras de evitarlo.

Una de mis conclusiones fue que no teníamos una estructura institucional lo suficientemente fuerte como para aprovechar la bonanza que entonces se avecinaba y que por lo tanto lo mejor que podíamos hacer era reducir los daños: evitar el despilfarro, la corrupción y el conflicto, eludir los efectos del dólar barato y las tentaciones del caudillismo estatista. Para eso recomendé lo que un colega llamó “pulverizar” las rentas. Es decir, recomendé que se las distribuyera entre todos los ciudadanos sin condición alguna e informándoles con claridad que se trataba de rentas provenientes de sus recursos naturales, que su monto y duración no dependían del Gobierno y que variarían mientras duraran. Eventualmente, además de reducir el daño, pensamos que eso podía tener algunos efectos positivos, como expandir el mercado y crear oportunidades de crecimiento e inversión. Los estudios sobre experiencias concretas de transferencias en efectivo demostraban que sus efectos positivos sobrepasaban con mucho a los negativos. Ahí nació también mi convicción de que el dinero en manos de la gente es mucho más beneficioso que en manos de los burócratas.

Con eso en mente traté de convencer a los políticos y burócratas que adoptaran esa propuesta. Fracasé estrepitosamente. Ninguno quería renunciar a la posibilidad de controlar las rentas, por pequeña que fuera, pues cada cual tenía planes grandiosos para industrializar, modernizar, invertir esos recursos desde el Estado. Decidí entonces apoyar cualquier mecanismo que hiciera llegar ese dinero a la gente. La renta dignidad es uno de ellos. Y creo que ha sido mucho más útil que todo el resto de las obras de la bonanza.

Saravia llama a eso “second best”. No tengo problema, prefiero “second best” a “just nothing” (mejor algo que nada).

Los dos autores, Saravia y Velazco, comparten también el error de evaluar los bonos como si fueran instrumentos para terminar con la pobreza o moderar las desigualdades. Esa ha sido una justificación demagógica de quienes pretendieron utilizarlos con fines de proselitismo político y buenismo electoral.

No hay por qué creerles y menos sorprenderse de que no fueran logrados esos fines. Aunque la intención de crear clientelas muchas veces ha sido evidente, la gente no es tonta. Sabe que esa supuesta generosidad es con plata ajena y no vende su conciencia más allá de un cortés aplauso. Por ejemplo, los mayores de 60 han sido los que menos votaron por Evo Morales. La Renta Dignidad no torció su conciencia.

El bono Dignidad, creado como Bonosol, era parte de la capitalización y la reforma de pensiones y tenía por objeto compensar a las generaciones que habían pasado los 18 años en ese momento, ya que habían sido creadas durante su vida activa y las reformas los bonificarían menos que a las nuevas generaciones. Por eso se pensó en que el financiamiento del Bonosol sería con utilidades de las acciones del Fondo de Capitalización Colectiva (FCC), o con su venta paulatina. 

La Renta Dignidad distorsionó ese diseño, implicando incluso la expropiación sin compensación del FCC, aunque tal vez por eso mantuvo la idea de financiarlo con dividendos de las empresas reconvertidas en públicas. Además, lo adornó todo con el discurso de la lucha contra la pobreza y la desigualdad, añadiendo otros bonos que de hecho son menos relevantes.

Finalmente, quiero señalar enfáticamente que no es verdad que me tenga sin cuidado el déficit fiscal. Comparto con ambos columnistas la preocupación de que su descontrol y magnitud son un enorme riesgo para nuestra economía y sobre todo para el bienestar de las mayorías de ingresos más bajos. Lo que me parece poco responsable es utilizar las dimensiones de las transferencias en bonos para establecer una relación causal con el déficit. Parecen creer que “como es grande, debe ser culpable”. Lo que les he planteado a ambos, y lo hago ahora al amable lector, es determinar un orden de prioridades para establecer los gastos que deben recortarse. Y he propuesto incluso un criterio para ello: el de su inutilidad. Recortar primero aquellos que no llegan a la gente ni como servicios eficientes ni en forma equitativa.

Mis amigos columnistas han pasado por alto el desafío y han seguido insistiendo en que debe eliminarse el déficit de cualquier modo. Por lo visto, quieren comenzar por el modo más fácil. Las protestas de los viejitos probablemente no serán como las de los universitarios o de los militares.

El autor es investigador de CERES.





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