Celebro que Roberto Laserna se sume a la reflexión en torno a los bonos sociales (Brújula Digital, Bonos sociales y déficit fiscal). Este es, sin duda, un tema mucho más relevante para la sociedad que el absurdo juego con nombres de candidatos sin referencia alguna a sus propuestas, menos aún, a la pertinencia de las mismas para promover bienestar social compartido y, fundamentalmente, a la idoneidad de “el candidato” para aplicarlas con alguna probabilidad de éxito.
Colijo, por los comentarios de Roberto, que mi columna no transmitió, inequívocamente, ni mi opinión, ni los argumentos sobre la que sustento la relación política y conceptual que vincula los bonos y la extracción de rentas en favor de ciertos actores. Trataré corregir mis deficiencias en un par de aspectos.
Primero, respecto a cómo y dónde generar empleo productivo –forma infalible para erradicar la pobreza, desde la Federación Boliviana de Pequeña Industria en la segunda mitad de los años 1980, ya abogábamos por el empleo digno como instrumental para construir una economía en la que la fuente de la riqueza social sean la creatividad y el esfuerzo humanos, y sean las personas y sus hogares– no el Estado ni quienes monopolizan el capital, los destinatarios primarios de los beneficios del crecimiento económico.
Segundo, creo que los subsidios y los bonos son útiles para reducir inequidades que se generan en los mercados “reales”, tal como muestran economías con alto desarrollo social, que usan estos mecanismos para corregir desigualdades y promover inclusión económica. Pero los resultados no son automáticos sino que dependen del contexto institucional y de los objetivos sociales que persiguen los bonos.
Con base en estas convicciones, se puede ver que el contexto institucional del Bono Sol y la Renta Dignidad a mediados de los años 1990 era muy diferente al actual. Entonces, el Bolsín mantuvo un tipo de cambio relativamente competitivo que permitió a las actividades productivas privadas aportar a la economía: la manufactura aportaba entre 15% y 20% tanto en empleo como en el PIB; las exportaciones no tradicionales superaban el 50% del total exportado, la precariedad del empleo estaba en un 60%, y el contrabando no tenía su avasalladora presencia actual.
Hoy, los aportes de la manufactura al empleo y al PIB cayeron al 10%, la precariedad del empleo se acerca a 90%, y el mercado está saturado de productos extranjeros, importados legalmente gracias al dólar barato y, sobre todo, vía el contrabando protegido por intereses corporativos. El futuro luminoso que ofrecía el Banco Mundial no se cumplió; son poco relevantes sus estudios de los años 1980 (destinados a llevar agua a su molino) que el propio BM ha revisado en la última década reconociendo, por ejemplo los negativos efectos de la financiarización en la calidad del crecimiento y, sobre todo, su directa incidencia en la creciente desigualdad.
En este sentido, los bonos aportan más al problema que a la solución porque están totalmente desvinculados de los procesos productivos internos. El punto es: “bonos sí, pero no así”; podría corregirse si los bonos y un alto porcentaje de la remuneración a empleados públicos se pagaran con billeteras móviles restringidas a compra de productos nacionales.
Crear empleo digno requiere romper con el extrativismo rentista e implica reformas en todos los ámbitos del quehacer social, económico y político siguiendo una ruta crítica que esbozamos en 1993. Para que el crecimiento generado por iniciativas privadas individuales se traduzca en un desarrollo sostenible para la sociedad, se requiere una sólida y comprometida institucionalidad que solo puede garantizar un Estado constituido sobre la base de los mismos principios y metas.
Sin duda, son muy elocuentes las cifras que cité en mi columna sobre la concentración de rentas en el sistema financiero. Pero el argumento no es que ganen demasiado, sino la errónea política gubernamental (por mal-aplicar el “government take” en las exportaciones de gas) que alienta tal concentración de rentas con el argumento que “mientras más ganen los bancos, más gana el Gobierno”. Esta misma lógica alienta y protege el rentismo de las empresas públicas (BoA, ENTEL, etc.) que venden bienes y servicios en el mercado interno (buscando monopolizarlo), pero cuyos altos precios y mala calidad afectan directamente al bolsillo de la gente. Por ello, en la realidad, contablemente los bonos no inciden en el déficit porque son financiados por el IDH y por aportes del “excedente” de empresas públicas, es decir, por la propia ciudadanía: eliminar los bonos no afectaría directamente el déficit fiscal.
En resumen, los bonos son centavos con los que el Estado oculta los pesos que quita a los hogares, como muestra la relación entre el ingreso de los asalariados, la recaudación fiscal y los bonos: en el año 2000, la remuneración a los asalariados era 36% del PIB y las recaudaciones, 11%; en 2016, las remuneraciones habían caído al 27% y las recaudaciones subido al 20%. Si, entre 2006 y 2016 (último año para el que el INE reporta el ingreso de los asalariados), las remuneraciones se mantenían en 36% del PIB, los asalariados habrían recibido Bs 180 mil millones adicionales. En el mismo período, los desembolsos totales en bonos sumaron Bs 34 mil millones: es decir, los bonos son menos del 20% de lo que el gobierno “confiscó” (vía impuestos indirectos) a los asalariados y la sociedad.
Cierro aclarando que mi “curiosa línea argumental” solo muestra algo que no encaja en la historia oficial: si el dinero en manos de la gente es más productivo que en manos de la burocracia, lo más apropiado sería devolver a los hogares su capacidad de consumo y de creación de valor y empleo digno, evitando que la burocracia –o el sistema financiero u otros grupos de poder y actores privados “especiales”– se queden con la tajada de león. Confío en que Roberto se sumará al esfuerzo por encontrar las respuestas correctas.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo